septiembre 24, 2011

MI CALLE, convocatoria relato jueves (sábado)

Me cuesta admitir el posesivo “mi”, no siento que la calle en la que vivo sea mía. Nunca he tenido esa sensación, ni la de arraigo tampoco; me parece más un lugar de paso. Si no recuerdo mal, ya de niño experimenté una relación más pragmática que sentimental con los lugares en los que me coincidió vivir. No quiero decir con esto que sea un apátrida —al menos, yo no lo entiendo así—, ni que sea insensible al entorno que me rodea, no es eso; sino que lo percibo más como un espacio físico, material. Un lugar pequeño al principio, que ha ido creciendo según lo he ido descubriendo y, en menor medida, conociendo; pero siempre un único lugar. Algo así como el agua para beber, igual de necesaria cuando se tiene sed; que, según la insipidez, puede gustar más o menos. No, no me siento identificado con la expresión: “echar raíces”, la idea de considerar a las personas plantas me parece desafortunada; imaginar la ciudad como una plantación no resulta muy poético.

Claro que tampoco me gusta las ciudades; nada, nada, o casi nada. Me parecen “cementerios” repletos de nichos y de muertos que viven de mala gana; por otro lado, son tremendamente prácticas y, más o menos, cómodas para vivir; en ellas siempre se está a un paso y a una eternidad de todo. Para sobrevivir del día a día las prefiero a los pueblos o zonas rurales; en cambio, para descansar, convivir con la gente o, simplemente, escuchar unos “buenos días” animosos y sonrientes el cemento es menos recomendable.

Hasta aquí estuve intentando explicar —quién sabe si en realidad justificar la sensación de culpa—, lo que significaron los lugares en los que he vivido; más o menos, semejantes a donde ahora vivo: una calle, con el nombre de una persona de otra época y hoy memorable (al menos no se trata de una calle con el nombre de otro sitio); un portal con un número y, también, con el nombre del edificio que a su vez, también, tiene número (esperpentos y confusiones a una, mayoritariamente con el cartero); y la puerta de casa, ésta con número y letra, faltaría más. Lo mejor, con diferencia, son los vecinos (las desavenencias nunca transcienden más allá de las reuniones de la comunidad).

De aquí en adelante para, de algún modo, justificar el espíritu de la convocatoria y resaltar ese lugar único necesito retrotraerme a la infancia. Podría comentar como solía escabullirme de casa para subir al monte y pasar la noche a la intemperie; me gustaba dormir al ras, escuchar el runrún de los árboles, de sus ramas movidas por el viento, y mirar a lo alto la negrura del cielo o el titilar de las estrellas (debo aclarar que se trataba siempre de escapadas veraniegas). No quería dormir, tan sólo disfrutar un rato; pero terminaba despertando siempre al día siguiente para escuchar la estruendosa y fraternal bronca. De igual modo, subía por el día y buscaba un lugar desde el que poder visualizar las aldeas, me gustaba contemplar el ir y venir de las gentes entre sus quehaceres. Pero me temo que no va a decir nada que mejore lo que ya he dicho; más en la actualidad, pues en aquellas épocas no resultaba tan extraño que un niño pequeño se “perdiera” por los aquellos alrededores o se pasara las tardes jugando al futbolín en alguna de las tabernas del pueblo —donde más tiempo pasaba y una de las cosas que más me divertían— Algunos, con cinco o seis años, ya pastoreaban varias vacas en ese mismo monte y que no se les ocurriera abandonarlas a su suerte si no querían sufrir la misma vara con que las cuidaban.

Ahora, si he de elegir un lugar especial, me inclino por un cruce que ramificaba un camino de tierra en dos; los días soleados discurría entre sombras y claros, como un tablero de ajedrez; flanqueado mayormente por pinos, alternados con algún que otro roble o castaño. No era un cruce, sino un momento del mediodía —al atardecer las sombras se alargaban y la luz amarilleaba, amortecía y despintaba ese brillo vivo y evocador— de finales de primavera o principios de verano; un momento, a veces un instante; bastaba con que las nubes ocultaran unos segundos el sol para romper el encanto. Aquel juego de luces y sombras, colores, aromas y ruidos casi imperceptibles; cuando el calor del almuerzo se mezclaba con el viento suave, esa brisa que parece el aliento de los árboles, me conmovían hasta el punto de creerme casi flotando. Sin duda se trataba de una mezcla de sensaciones muy especial y más difícil de explicar aún —conste, no fumaba, ni ahora fumo ese tipo de “inspiraciones”; no sirve por lo tanto como justificación—; pero igual de real que los bocinazos de un atasco, los gritos de las verduleras o las iracundas diversidades de los políticos en el parlamento. Se trata de esos lugares e instantes que existen y suceden en cualquier rincón, a veces inesperado; pero para que resulten especiales requieren de nuestra presencia, no cabe excusa posible.

No puedo enviar foto, el tiempo lo ha cambiado todo y a mí al que más. Lo siento.



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