diciembre 05, 2011

Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo

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septiembre 24, 2011

MI CALLE, convocatoria relato jueves (sábado)

Me cuesta admitir el posesivo “mi”, no siento que la calle en la que vivo sea mía. Nunca he tenido esa sensación, ni la de arraigo tampoco; me parece más un lugar de paso. Si no recuerdo mal, ya de niño experimenté una relación más pragmática que sentimental con los lugares en los que me coincidió vivir. No quiero decir con esto que sea un apátrida —al menos, yo no lo entiendo así—, ni que sea insensible al entorno que me rodea, no es eso; sino que lo percibo más como un espacio físico, material. Un lugar pequeño al principio, que ha ido creciendo según lo he ido descubriendo y, en menor medida, conociendo; pero siempre un único lugar. Algo así como el agua para beber, igual de necesaria cuando se tiene sed; que, según la insipidez, puede gustar más o menos. No, no me siento identificado con la expresión: “echar raíces”, la idea de considerar a las personas plantas me parece desafortunada; imaginar la ciudad como una plantación no resulta muy poético.

Claro que tampoco me gusta las ciudades; nada, nada, o casi nada. Me parecen “cementerios” repletos de nichos y de muertos que viven de mala gana; por otro lado, son tremendamente prácticas y, más o menos, cómodas para vivir; en ellas siempre se está a un paso y a una eternidad de todo. Para sobrevivir del día a día las prefiero a los pueblos o zonas rurales; en cambio, para descansar, convivir con la gente o, simplemente, escuchar unos “buenos días” animosos y sonrientes el cemento es menos recomendable.

Hasta aquí estuve intentando explicar —quién sabe si en realidad justificar la sensación de culpa—, lo que significaron los lugares en los que he vivido; más o menos, semejantes a donde ahora vivo: una calle, con el nombre de una persona de otra época y hoy memorable (al menos no se trata de una calle con el nombre de otro sitio); un portal con un número y, también, con el nombre del edificio que a su vez, también, tiene número (esperpentos y confusiones a una, mayoritariamente con el cartero); y la puerta de casa, ésta con número y letra, faltaría más. Lo mejor, con diferencia, son los vecinos (las desavenencias nunca transcienden más allá de las reuniones de la comunidad).

De aquí en adelante para, de algún modo, justificar el espíritu de la convocatoria y resaltar ese lugar único necesito retrotraerme a la infancia. Podría comentar como solía escabullirme de casa para subir al monte y pasar la noche a la intemperie; me gustaba dormir al ras, escuchar el runrún de los árboles, de sus ramas movidas por el viento, y mirar a lo alto la negrura del cielo o el titilar de las estrellas (debo aclarar que se trataba siempre de escapadas veraniegas). No quería dormir, tan sólo disfrutar un rato; pero terminaba despertando siempre al día siguiente para escuchar la estruendosa y fraternal bronca. De igual modo, subía por el día y buscaba un lugar desde el que poder visualizar las aldeas, me gustaba contemplar el ir y venir de las gentes entre sus quehaceres. Pero me temo que no va a decir nada que mejore lo que ya he dicho; más en la actualidad, pues en aquellas épocas no resultaba tan extraño que un niño pequeño se “perdiera” por los aquellos alrededores o se pasara las tardes jugando al futbolín en alguna de las tabernas del pueblo —donde más tiempo pasaba y una de las cosas que más me divertían— Algunos, con cinco o seis años, ya pastoreaban varias vacas en ese mismo monte y que no se les ocurriera abandonarlas a su suerte si no querían sufrir la misma vara con que las cuidaban.

Ahora, si he de elegir un lugar especial, me inclino por un cruce que ramificaba un camino de tierra en dos; los días soleados discurría entre sombras y claros, como un tablero de ajedrez; flanqueado mayormente por pinos, alternados con algún que otro roble o castaño. No era un cruce, sino un momento del mediodía —al atardecer las sombras se alargaban y la luz amarilleaba, amortecía y despintaba ese brillo vivo y evocador— de finales de primavera o principios de verano; un momento, a veces un instante; bastaba con que las nubes ocultaran unos segundos el sol para romper el encanto. Aquel juego de luces y sombras, colores, aromas y ruidos casi imperceptibles; cuando el calor del almuerzo se mezclaba con el viento suave, esa brisa que parece el aliento de los árboles, me conmovían hasta el punto de creerme casi flotando. Sin duda se trataba de una mezcla de sensaciones muy especial y más difícil de explicar aún —conste, no fumaba, ni ahora fumo ese tipo de “inspiraciones”; no sirve por lo tanto como justificación—; pero igual de real que los bocinazos de un atasco, los gritos de las verduleras o las iracundas diversidades de los políticos en el parlamento. Se trata de esos lugares e instantes que existen y suceden en cualquier rincón, a veces inesperado; pero para que resulten especiales requieren de nuestra presencia, no cabe excusa posible.

No puedo enviar foto, el tiempo lo ha cambiado todo y a mí al que más. Lo siento.



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agosto 26, 2011

El Secreto

Ven, acércate y atiende, que te voy a contar un secreto. ¿Ves aquellos acantilados donde las olas baten con fuerza y se vuelven blancas? ¿Los ves? ¿Sí? Cierra los ojos e intenta imaginártelos  ¿Puedes? ¿Y las olas? ¿Igual de blancas?  Allí está mi padre recogiendo percebes.


¿A él no eres capaz de localizarlo? ¿Ni con los ojos abiertos? Ya... Fíjate bien. ¿Nada? Pues cierra otra vez los ojos e inténtalo con ellos cerrados. ¿Tampoco? Espera, toma mi MP3 y escucha esta música:  



A ver ahora, ¿ni así? Continúa intentándolo. No, no, mejor con ellos cerrados.

¿Sabes?, al principio yo tampoco era capaz de verlo. Lo conseguí cuando escuchaba esta música, en un momento que tenía los ojos cerrados; por eso es mejor que pruebes primero de esa manera. Claro, también puedo con ellos abiertos; desde aquel día.

Fue poco tiempo después de que él se fuera a por los percebes. Me dijo que lo esperara, aquí, donde estamos, precisamente; quería aprovechar la marea baja. Pero la marea bajó y subió una y otra vez hasta que mi madre me vino a buscar.

Te aseguro que miré y remiré piedra a piedra, ola a ola y marea a marea, tanto aquel día como al siguiente y al otro.

¿Lo ves, ya lo ves? Lo sabía, primero era necesario intentarlo con los ojos cerrados.



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enero 25, 2011

Stupidocracia

Existió hace mucho, mucho tiempo, un pueblo en el que sus ciudadanos se ataban un brazo a la espalda, doblan una pierna para andar o se vendaban un ojo. Quienes los visitaban se preguntaban por qué actuaban de esa manera y, seguros de sí mismos, con mucho orgullo, a todos les respondían lo mismo:

-Se trata de nuestro sistema de gobierno, único e incomparable. Cada cierto tiempo -el que lo contaba no se acordaba del número de años- se eligen a nuestros gobernantes a mano levantada y, para que nadie haga trampas, es obligado atarse la otra a la espalda. Lo de la pierna y el ojo, tienen ese mismo origen. Como unos levantaban la mano derecha y otros la izquierda, acabaron asociándose de esa forma dando como resultado la formación de dos partidos; los de derechas y los de izquierdas. Esto llevó a que los líderes, para demostrar su valía y honestidad, adoptaran el compromiso público de no sólo atarse el brazo, sino también la pierna e, incluso, se vendaran el ojo correspondiente. Salvo los oídos, esos debían estar siempre limpios y despejados, para no sólo oír, sino escuchar cualquier orden a ejecutar. Como puedes comprobar -explicaban al visitante, enseñándole las estatuas de sus gobernantes-, todos tienen un ojo vendado (los había incluso con el brazo y la pierna atados al mismo tiempo, pero esos eran los menos). Y a la lógica pregunta de ¿y los del centro?- Según se cuenta, los del centro se vendaban la boca o si no se ponían bragas o calzoncillos de castidad.

-Vaya, sabía lo de los cinturones o las bragas de castidad, pero lo de los calzoncillos no. -le dije a quién me estaba contando semejante disparate.

-Pues, te parecerá mentira; pero por lo que he oído contar de ellos, los hombres eran más partidarios de utilizar los calzoncillos y, en cambio, las mujeres preferían taparse la boca; o por lo menos parece que esa era la creencia más generalizada.

-¿Y sabes qué sistema de gobierno era?

-Sí, claro; según comentarios de quienes los visitaron, le llamaban: Stupidocracia.

-¿Estupiqué?

-No te rías -me corrigió-, hace mucho, mucho tiempo que desaparecieron.
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