abril 15, 2010

LAS VERDADES: Cuando la verdad se viste de blanco

La verdad cuando viste de blanco convierte lo falso en mentira. Y vestida así, de blanco, virgen, es una novia por la que todo novio suspira. Aprovechando la oportunidad que Gustavo y su blog "Gustavo en micro"  me brinda con el tema "Las Verdades" (él las escribe en minúsculas, sus razones tendrá), me acercaré a un "particular" filósofo que se encuentra a la salida del pueblo. No sé por qué se encuentra allí, creo que nadie lo sabe -no es hablador, su saludo es más caro que la sonrisa de un banquero-, pero cuando salgo o entro en la villa lo veo paseando río abajo, río arriba, o apoyado en la barandilla del puente; puente y puerta del lugar.

Desde niño, muy niño, me di cuenta que la verdad era un artículo de lujo; más propio de quien podía pagarla y, aún así, la muy condenada, era y continúa siendo esquiva. Al mismo tiempo que le asusta decirla, la gente vive con miedo mientras la oculta. ¿Qué tendría la verdad para costarnos tantas mentiras?, me llegué a preguntar,  porque si costaba lo suyo poseerla, mucho más caro resultaba vivir sin ella. Tampoco he tenido el valor de interrogar a nadie, bastaba con ponerla en duda, aunque la realidad fuese muy evidente, para que la ofensa adquiriera matices críticos. Pero, gracias a Gustavo, creo que llegó la ocasión de ir a preguntarle al desconocido; al fin y al cabo, que se sepa, nunca le causó daño a nadie.

Descendí por un lado del puente hasta la orilla del río, donde él estaba de pie, apoyado en uno de los pilares de piedra. Tan pronto llegué a su altura, se sentó en un saliente de roca, donde lo había visto muchas veces; indiferente a cuanto le rodeaba, como si no se percatara de mi presencia. Al acercarme descubrí que no era tan viejo como parecía, casi todos los vecinos, jóvenes y viejos, dicen recordarlo tal cual; pero a dos pasos de él, juraría que no llegaba a los sesenta años. Aparte de una barba larga, por su apariencia física y sus ropas se podría confundir con un parroquiano cualquiera; nada, absolutamente nada, de su conjunto destacaba.

Para no ser maleducado y, además, mostrarle que estaba allí, lo saludé con toda la amabilidad que me era posible.

-Hola, buenas tardes, ¿qué hace? -juro que me arrepentí de la pregunta tan pronto salió de mi boca.
-Espero -así, tal cual se lee, seco.
-¿Espera? -exclamé, imaginando mi cara de estúpido, y no me resultó difícil.
-Sí.
-¿A quién?

Monosílabo a monosílabo, me iba a llevar más tiempo hablar con él, que lo que me está llevando mi recuperación. No lo dudé ni un momento, si quería el relato para el jueves, debería de ir directo al grano.

-Sabe... -tímido y dubitativo, tanto por no expresarme correctamente, como por miedo a ofenderlo-, quería preguntarle una cosa, ya que siempre lo veo por aquí, meditando...
-Espero...
-¿Espera?
-Sí.

Vaya, si ya eran poco los monosílabos, encima los repetía; no acabaría, nunca me dije para mis adentros.

-Creí que meditaba...
-No medito, espero -me cortó antes de poder hacerle la pregunta. Menos mal que habíamos avanzado tres palabras, con un poco de suerte quizá...
-¿Y se puede saber a quién o qué espera? -la impaciencia, que me hizo alzar la voz, más de lo que debería.

Torció la cabeza hacia mí. Fue la primera vez que me miró, de arriba abajo; luego devolvió la mirada al río, que debido a las lluvias bajaba ruidoso y con prisa, como si le perteneciera.

-Espero por los viejos
-¿Por los viejos? -Si no creyó que yo era tonto, sordo sí que tuvo que pensarlo; y con razón.
-Sí, la mayoría de jóvenes del pueblo salieron en busca de la verdad y estoy esperando por ellos.

Me dio vergüenza, me la dio; juro que le había oído que estaba esperando por unos viejos.

-Creí haberle entendido que esperaba a unos viejos...
-Sí, no vendrán hasta que sean viejos.

¡Joder!, éste todavía está más loco, y eso que yo había ido con una duda que... En ese momento me maldije interiormente; ¿por qué coño me había ofrecido a participar, precisamente, este jueves?

Al darse cuenta de que era yo quien guardaba silencio, volvió a mirarme y me preguntó.

-¿Y tú, qué querías?
-Yo venía, precisamente por eso..., a preguntarle por la verdad, si sabría... -mi voz se iba achicando como la de un juguete con las pilas agotadas.
-Que los jóvenes se marchen en busca de la verdad..., pero tú ya no tienes edad para esas cosas.

Al mismo tiempo que hablaba se fue incorporando, antes de terminar ya me había dado la espalda; partió río abajo, como las aguas, igual de oscuras y revueltas.

Convocatoria literaria del jueves: Las verdades
Información y coordinación, blog: Gustavo en micro

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abril 12, 2010

Ángel


El despertador atronó en la oscuridad, hirió de muerte al silencio. Una retahíla de juramentos se confundieron con las estridencias asesinas; adjudicándole una supuesta personalidad e, incluso, familia a la caja de cuerda. Entre tinieblas y ring-ringnes, una mano descargó con torpeza su  peso y su ira encima del reloj. Excitada, la bombilla se inflamó e inundó los diez metros cuadrados de estancia con luz amarillenta; encendió del día.

Con ese gesto tan común y familiar, Ángel, el cartero, volteó las mantas. Un día más enojó a su compañera con el inoportuno destape, que le dio la espalda entre gruñidos incomprensibles. Con la ayuda de las protestas, el cartero echó los pies al suelo y, ante la delgadez del colchón, crucificó las nalgas en el larguero de la cama. Miró como las agujas del reloj le clavaban las ocho menos cuarto en la boca del estómago y se lo oprimían. Melancólicos instantes, atrapados todavía por el calor de las sábanas, le obligaron a abrir la boca a lo hipopótamo y a estirar los brazos hasta llenar la habitación.

Detrás de los calcetines limpios, se retorció a un lado y al otro, tanteó con las manos sus alrededores y adoptó posturas de circo sin prestar atención a los crujidos de las articulaciones; pero al incorporarse, cuando se puso en pie, había conseguido vestirse de cintura para abajo; incluso aprovechó el último enderezo de columna para asentar los pantalones. En el vistazo de aprobación comprobó que se había olvidado de atar uno de los zapatos; le dedicó otra andanada de maldiciones y, sin atreverse a sentarse de nuevo, se zambulló de lleno en el nuevo día.

Arrastrando un pie de tras de otro, entró en el cuarto de baño; en el espejo lo esperaba el cincuentón canoso de siempre, cada vez con menos pelo y más arrugas. Allí estaba desde el día anterior. A pesar de mandarlo a la mierda en vez de desearle un feliz descanso, no se había ido; era como si hubiera pasado la noche al otro lado del cristal. No le costó ponerse de acuerdo, estaba convencido de que lo imitaba hasta cuando le daba la espalda. Si uno no se afeitaba el otro tampoco; el cepillado de dientes, un enjuague y el chapuzón de cara, no mucho más de las narices, serviría. Apenas se pudieron asentar las canas, el tiempo dedicado a contemplar el avance de la calva fue mayor; el aseo remató con una mirada a los ojos a modo de insulto y despedida.

Con un tirón de solapas asentó el tres cuartos, más ágil y metido en faena; iba despertando con el abrir del día. La gorra, que no se la fuera a olvidar; la descolgó de la percha y se la incrustó hasta las orejas, mientras salía y cerraba la puerta. Se dirigió hacia la moto, con los guantes de lana que su mujer le había confeccionado en una mano. A semejantes alturas, ya tenía que inclinar más el ciclomotor que podía levantar la pierna y, con la ayuda del cuerpo, se enderezó en busca del equilibrio. Dos, tres, cuatro…, pedaladas y el motor arrancó, no sin jurar como su dueño; a saber si por el madrugón o por los setenta y muchos kilos repartidos en el sesenta y pico del cartero.

Éste, con el pensamiento en el chato de jerez con aguardiente y la charla matutina en la taberna, se colocaba los guantes sin prisas, indiferente a los runrunes de la montura. El día ya no necesitaba luz artificial.
El vagón de correo no llega hasta las diez y para ordenar los envíos le bastaba con una hora, pero a pesar de sus despertares, nunca aparecía después de las ocho y media por la taberna.
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