febrero 27, 2009

Máscaras


MÁSCARAS

Se había aficionado al juego de máscaras. Lloraba por un amor no correspondido al borde de un precipicio cuando una harapienta indigente se le acercó.

–Detente, antes debes conocer el secreto de la vida.

La miró sorprendido, con cara de asco.

–¿Secreto de la vida?, si tu lo dices… Desdén e ironía se mezclaban con la repugnancia.

–Tengo hambre, invítame a comer –sorteó los dientes sucios y cariados una voz nítida y directa.

–¿Por qué no? –se dijo–; prisa no tengo.

Eligió el mejor restaurante entre los que no le negaron el acceso. Una cena acorde con las circunstancias.

–Tu problema es de careta, no de corazón.

–¿Careta?

–Sí, no utilizas la máscara apropiada.

Una afirmación contundente a pesar de su imagen, dicha entre bocado y bocado; del olor, el aroma de la comida se hacía cargo. Estaba hambrienta; comía y hablaba al mismo tiempo, con las mismas ansias.

Él la escuchaba sin apetito, ni ganas de charla; sin prisa.

–Una gran mayoría las usa por instinto –explicaba y engullía–; todos nos servimos de ellas. ¿Crees que yo soy la que ves?, dime. No, amigo mío; mi cara, mi cuerpo, mis ropas son otras.

La cena sí…, ¡a la cama que te lleve tu padre! No lo dijo en voz alta por poco.

–Cada situación requiere una careta, una máscara que te camufle con el entorno. Pero, sobre todo, que te esconda y proteja de ti. No olvides esto nunca, ¡nunca!; quien se ve a sí mismo firma la sentencia de muerte.

–Una pregunta –dijo con la mano en alto y el índice estirado–; con esa labia tuya…, ¿vives en la calle, de la caridad…? Otros con mucho menos…, ni te cuento.

–¿Tú no vas a comer, no tienes hambre? –preguntó, mirando fijamente los restos de la bandeja.

–No, ninguna –reafirmándolo con movimientos de cabeza–; sírvete, cómetela y si no llega pedimos más.

–Prefiero llevarla.

Y antes de que le diera tiempo a preguntarle cómo, ya le había solicitado una bolsa al camarero. Éste, amable, extraordinariamente amable, se ofreció a recogerla y empaquetársela. Ella lo siguió como si temiese perderlo de vista.

Lo sorprendió desde la salida, con el envoltorio que le habían facilitado en el restaurante; levantando la mano, le decía adiós. Una sonrisa y un guiño pícaro, antes de darle la espalda. Al contestarle a la despedida de igual modo, se dio cuenta que se había dejado una bolsa en el asiento. Tarde para avisarla, ya había cerrado la puerta; se había ido.

Agarró la bolsa para salir y devolvérsela cuando la voz del camarero le dijo:

–Señor, su cuenta por favor.

–Muchas gracias –contestó al tiempo que extraía de su bolsillo la billetera–. Tenga, ahí va la tarjeta y el carnet de identidad.

Abandonó el establecimiento antes de que el camarero reaccionara. Pero ni a un lado ni otro de la calle se veía rastro de la indigente. Un individuo apoyado en una farola le indicó una dirección imprecisa, tal vez por contestarle algo. Corrió un rato, hasta perderse en las calles y la seguridad de no alcanzarla. Rendido, jadeó a placer y volvió a la bolsa. En ella había…, ¡dos caretas!. Dos máscaras, la comedia y la tragedia griegas.

Ante la imposibilidad de encontrarla, retornó sobre sus pasos. El regreso, más despacio, no lo libró de la taquicardia, al contrario; las caretas latían con más fuerza dentro de la bolsa. Deseaba desprenderse de ellas, pero la intención de arrojarlas en la basura le resultaba desagradable, inquietante. Primero debía recuperar la tarjeta y el carnet que le había dejado al camarero.

Debido a la indecisión, la comedia y la tragedia acabaron en su mesita de noche. Al día siguiente, al despertarse, no fue capaz de resistir la tentación de probarlas. Comenzaba el juego, su afición. Las diferencias de verse con una u otra eran evidentes, modificaban hasta su estado de ánimo.

A esas dos caretas fue añadiendo otras que iba descubriendo, el número aumentaba al mismo ritmo que su habilidad con ellas. No utilizaba una nueva sin antes practicar y conocer las posibles consecuencias. En algunas resultaban fáciles de imaginar; a nadie se le ocurre presentarse un lunes por la mañana con la cara del sábado por la noche, ni en un velatorio con la alegría del fin de año, pero otras más ambiguas, más sutiles, menos amistosas, suponían un peligro. No sólo ajeno, también propio. Había comprendido la amenaza que entrañaba verse a sí mismo y, para evitarlo, retiró todos los espejos del dormitorio. Pero al contemplar la colección de máscaras se sentía orgulloso, satisfecho, recompensado.

Sonreía al mirar la última que había adquirido, inédita; por ella había comprado la pistola. No le producía ilusión el revolver, pero verse con aquella careta de hombre armado y sin miedo, era una auténtica experiencia; una fuerza interior que le agrandaba inconscientemente el pecho. Se la quitó y la colocó en la mesita, con todas las demás.

–¿La pistola, dónde se la había dejado? –se dijo en voz alta, mientras se calzaba las zapatillas y salía de su habitación. Con lo despistado que era, a saber dónde la había olvidado. En el baño, la noche anterior estuvo practicando delante del espejo.

El corazón le latía deprisa. Le inquietaban los despistes, empezaba a fallarle la memoria demasiado a menudo, desconocía si era consecuencia de la edad, pero no le gustaba en absoluto.

Sí, había dejado el arma en el baño, apoyada en el lavabo. La cogió y verificó que las balas continuaban en el cargador. Un suspiro de alivio. Instintivamente, se ojeó en el espejo para observar, una vez más, lo bien que le sentaba el revolver en la mano. Cuando levantó la vista se dio cuenta que no llevaba ninguna careta.

Se oyó un disparo. Mil trozos de cristal se esparcieron por el suelo y, al examinarlos, todos mostraban lo mismo. Sonó otro disparo y la sangre salpicó el lavabo y las paredes.

En cada uno de los añicos de espejo había una careta distinta; unas y otras se reflejaban entre sí hasta el infinito. La estremecedora y macabra expresión se acentuaba en las que habían sido alcanzadas por la de sangre.


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febrero 25, 2009

Arrollado por internet...


Lo siento, me resulta imposible seguir el ritmo de los blog´s, me siento arrollado. Me gustaría contestaros a todos, uno por uno, como realmente os merecéis; pero es imposible. Creía que podría leer, escribir y dedicar el resto del tiempo al blog. Iluso, si me descuido éste no sólo me come todo el tiempo, sino que también me come a mí.

Eso no quiere decir que abandone, eso no, nunca; me siento muy a gusto con todos vosotros. Tan sólo que, en un principio, pienso destinar menos horas -sí, horas, porque son horas las que me lleva visitaros a todos-, para dedicarlo a leer y escribir. Sobre todo esto último, pues además de dos relatos que tengo pendientes, deseo empreder la aventura de una novela... (lo digo por si es que me pierdo en ella y no se encontar el camino de regreso).

Con un poco de suerte, este fin de semana subo una parte del relato "Máscaras", aprovechando el carnaval, eso si llego a tiempo.

Os pido disculpas y comprensión. Lo siento

Pd. Intentaré, de todos modos, mantenerme lo más al tanto que pueda, como he dicho, no me gustaría perderos ahora que os conozco.

Bikiños e abrazos.
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febrero 21, 2009

Sabados Literarios




NO ME GUSTA:
1) La cebolla
2) Las prisas
3) El sonido del despertador
4) Las noches sin luna
5) Los días grises y nublados
6) Ponerle puertas al mar
7) Dividir el tiempo en horas
8) Los peines para calvos
9) Que el pez grande se coma al chico
10) El hombre del saco

ME GUSTA:
1) La luz de mayo
2) La sonrisas
3) El pan fresco
4) El carajillo
5) La mujer
6) Los sueños compartidos
7) La gente que se abraza
8) La alegría del carnaval
9) La curiosidad de los niños
10) La sabiduría los ancianos

Te queremos y te necesitamos, Mercedes. Gracias

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febrero 19, 2009

La puerta del caprichoso destino



La muerte, el fin; una sentencia. Al otro lado de la puerta esperaba el plomo que había de partirle el corazón en dos. Miró a su alrededor, para saber de que se despedía. Una calle estrecha, sucia, apestosa; flanqueada por unos edificios antiguos, con ventanas de madera, y balconadas de hierro oxidado. Tres o cuatro coches destartalados, incapaces de huir, esperando como él por el ocaso. Olía a mar, a puerto, a podredumbre. Más allá, dónde debería estar el sol; nada. La noche sólo la noche. Atrapado, desarmado y condenado; una sentencia que intuía firmada.

Giró el pomo y empujó la hoja de madera. Franqueó la entrada, decidido, pasó por delante de la cocina sin atreverse a encender las luces; se dirigió al salón y se acercó al mueble bar. Un segundo, y se sirvió un coñac.

Del bolsillo de la chaqueta extrajo un sobre, abierto, pero no había leído la carta; no era necesario. Lo guardó otra vez. Demasiada oscuridad para encender la luz.

Detrás de unos tomos gruesos, en la estantería más alta, guardaba una pistola y el cargador. No le costó encontrarla. Comprobó las balas y el seguro. La sopesó y la sintió fría, helada. La apoyó en la barra, junto a la copa, y retiro la mano, como si quemara.

Volvió a la copa y la levantó hacia el único cuadro que tenía en toda la casa.

–Por ti –brindó.

Un retrato en blanco y negro. La imagen de la belleza, inalcanzable, femenina, prohibida; un rostro sitiado por las tinieblas. La voz del silencio colgada de una alcayata. Apuró el líquido hasta la última gota. Un intenso dolor lo obligó a encogerse. Necesitó más tiempo para incorporarse; para alcanzar el cuadro y descolgarlo de la pared. Lo miró de cerca y lo aplastó contra su pecho.

–Contigo bailaré mi último tango.

Desde la calle, el ruido de coches a gran velocidad y las sirenas de la policía atrajeron su atención. Abrazado al retrato, volvió sobre sus pasos hasta la entrada y abrió la puerta. Disparos, en todas direcciones, barrían el callejón. Ni se dio cuenta, una bala perdida atravesó el cuadro y lo tiró de bruces, bajo el dintel.

–Está muerto mi sargento; le reventó el corazón –dijo uno de los policías–; una desgracia.

–Tal vez –dudó el sargento–, después de leer y mostrar la carta que había encontrado en la chaqueta del fiambre.



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febrero 14, 2009

Hoy es su día, nuestro día.

Prometo visitaros y disfrutar de vuestros blogs; no me olvidé de la boda e intentaré llegar a tiempo con el regalo, pero hoy...
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febrero 11, 2009

Un retrato contagioso

Imagen de Internet
Autor: Zuan

Tome asiento, acomódese. ¿Qué le apetece beber; café, un refresco…? Tenemos cerveza sin alcohol; está fría. Una cerveza, beberé una cerveza. Se puede entreabrir un poco la ventana. Así vale, estoy bien. Si necesita algo, no dude en pedírmelo. Estas entrevistas pueden resultar desagradables. Entiendo (¿Desagradable?, ¡gilipollas!, ¿desagradable estar preso?); no se preocupe, me encuentro bien.

En la documentación consta que estaba usted en posesión de un cuadro no permitido. Eso es un delito, ¿lo sabe? No, no lo sabía (serás estúpida, no querrás que te diga que sí). Se trata de un cuadro de la era primitiva; un retrato en blanco y negro del rostro de una mujer. La muestra como a una persona enigmática, de dudoso proceder. Ya en su época representaba a una mujer prohibida; su apariencia de cabaretera —fíjese, lo consideraban una conducta inmoral—, y su exhibición como fumadora iba en contra de las costumbres —la prohibición de fumar data de aquellos tiempos—. ¿Comprende? Comprendo, comprendo. Destacar un rostro por hermoso, por una belleza ideal, aislarlo del cuerpo, es inadmisible. Iluminar una parte a cambio de oscurecer otra, dualizar nuestro yo en espiritual y físico, en puro e impuro; es censurar la esencia en nombre de una estética. Grave, el asunto es grave. La verdad, desconocía que fuese tan peligroso (de esta no salgo). ¿Otra cerveza? No, con una suficiente.

Debido a la infracción, hemos indagado en los archivos y su ficha lo califica de ciudadano ejemplar. Trabajó de agente comercial. Sí, vendía automóviles usados, hasta que prohibieron circular a los particulares; cayeron las ventas. Es cierto, descendieron; pero más descendieron las estadísticas de accidentes, que era de lo que se trataba. Mucho (cómo no iban a bajar si estaban parados). Cambió de empleo. Sí, después ofrecí planes de pensiones a los indigentes. ¿Qué tal las ventas? Regular, la gente no compraba, pero se asustaba de verdad. También vendió viviendas móviles. También, por una de ellas me ofrecieron el dichoso retrato. El negocio inmobiliario le fue bien. Me resultó fácil; eran casas hinchables, subvencionadas, se vendían solas. Después se casó. Sí, me casé. Pero no vive con su mujer, ¿está separado? Nunca hemos vivido juntos. Tiene un superior muy posesivo y apenas le deja tiempo para ella. Tampoco han tenido hijos. Nuestra situación no lo permitió (¡cándida la tía!, no sabe que tener hijos es un lujo y parir un trabajo de pobres). En este momento, es televidente profesional. Ahora pagan por ver la tele. ¿Y de ocio, alguna actividad? Practico la ruleta rusa en la casa de juegos. ¿Todos los días? Sí. Excesivo; una vez al mes, a la semana cuando mucho, pero al día es una exageración.

La locura es contagiosa, pero no parece que el cuadro lo haya contaminado demasiado y..., dado su historial, hemos decidido mantenerlo bajo libertad vigilada. Gracias. Pero tendrá que asistir a sesiones de terapia. Para liberar sus instintos, en vez de la ruleta rusa, le aconsejo los prostíbulos estatales; hay funcionarias muy eficientes.

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febrero 02, 2009

Martes literario


Debido a una posible ausencia, además, el texto es mayor de lo aconsejado por Mercedes, yo me adelanto. Mil disculpas.













Sinforosa



Sinforosa pelaba las patatas pensando en la siesta que tenía después de la comida. Momento que le permitía escribir las cartas a su marido. Ajena al cuadro que se había enmarcado, huía de la monotonía perdiéndose en el interior de sí misma.


La humedad de sus ojos negros proporcionaba un brillo y una profundidad en su rostro que contrastaba con la palidez de la piel y la canosidad de los cabellos. La nariz, menuda, arqueada e irritada, mostraba un enrojecimiento parecido al resfriado. La boca, de labios finos y distendidos, inclinados hacia abajo en los extremos, acentuaba la expresividad y melancolía que emanaba de aquel rostro sexagenario.

El vestido largo y negro, conformaba su imagen. Esas ropas sin luz partieron por la mitad su cuerpo joven y en ellas se refugió desde entonces. El día que su marido fue dado como desaparecido de guerra, se había puesto el primero, y a partir de aquella noticia, oscureció su manera de vestir al igual que había oscurecido su vida.


A su derecha, en la chimenea, chasqueaba la leña en medio de las llamas antes de desvanecerse entre cenizas, humo y un calorcillo. Los estallidos más sonoros llamaban la atención de Sinforosa, que giraba la cabeza para comprobar que no se habían esparcido ramas ardiendo junto a los pies de su padre. Éste se arrimaba al calor de la lumbre desde su ceguera y enajenación mental.

El mediodía se acercaba, tanto al el reloj como al estómago. La mujer suspiró, debería darse prisa. Puso la olla al fuego y la llenó de agua hasta la mitad; le echó un poco de carne, dos chorizos, medio lacón salado y los grelos para que todo se fuera cociendo. Las patatas y los huevos irían más tarde. Sin sal, bastaría con el lacón.

Un exceso comprensible en carnavales. A su padre le gustaba y poder disfrutar del banquete convertía las fiestas en sagradas. No sabía ni en que fecha se encontraba, pero seguro que se daría cuenta cuando probara la comida.


Al terminar de comer, su padre dormía un rato. Minutos que aprovechaba para escribir las cartas.

Llevaban casados tres años, siete meses y 23 días cuando su marido se incorporó a filas. Antes de la guerra se escribían cada semana; después, las contestaciones se fueron dilatando o perdiendo por el camino. Debido al conflicto, habían acordado una dirección en la que él pudiese recoger o contestar la correspondencia; pero no fue suficiente. Las cartas se iban distanciaron y, aunque Sinforosa continuó escribiendo a la misma dirección, dejó de obtener respuesta.

Al finalizar la guerra su marido no regresó, pero ella enviaba igual las cartas, casi cada mes, al mismo destino. Cuando lo dieron por desaparecido comenzó a escribir y a mandar una cada día. Aún así, nunca recibió contestación. Un año más después, empezaron a llegarle de vuelta muchas de las suyas; por lo que decidió enviarlas sin remite. Desde entonces, sin falta, a las nueve en punto aparecía en la estación para entregarlas ella misma en el vagón correo.

Necesitaba entregárselas al cartero en mano, comprobar que se embarcaban en la saca de correos. Temía que se cansara el pobre hombre, más que nada, por el tiempo y la periodicidad con que había decidido enviarlas.


También aquella tarde la había podido redactar. Y al día siguiente, a las nueve en punto, como siempre, cuando el cartero y el vagón correo coincidieron delante de la estación, Sinforosa llegó con el sobre en la mano, sellado y listo.

El nuevo cartero, un joven que sustituía al anterior, jubilado; aunque no llevaba más de seis meses en el oficio, conocía las manías de aquella mujer y la esperaba con la saca abierta. No comprendía el empeño, ni la insistencia de aquel correo; pero imaginaba el miedo que le causaría extraviar una sola carta.

Con el paso de los días, al ir conociéndola, no pudo evitar una cierta simpatía por la anciana. En su rostro veía una pena y una tristeza inmerecidas. Cada mañana, cuando se le acercaba, tenía la sensación de que la vida, a veces, se ensaña injustamente con seres inocentes para probar la generosidad en los demás.


En aquella ocasión, antes de que ella iniciara el camino de regreso, el cartero sacó una flor del bolsillo interior de su chaqueta y le dijo:


--¿Abuela, sabe qué día es hoy?


--No.


--Tenga..., es el 14 de febrero.


No había podido evitarlo. Estaba convencido de que cuando alguien era capaz de escribirle diariamente a un amor, durante más de cuarenta años, incluso con la certeza de que ya no existía; fuera quien fuese, el día de San Valentín merecía una rosa roja.

***

XoseAntón (2002-02-14)

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