MÁSCARAS
Se había aficionado al juego de máscaras. Lloraba por un amor no correspondido al borde de un precipicio cuando una harapienta indigente se le acercó.
–Detente, antes debes conocer el secreto de la vida.
La miró sorprendido, con cara de asco.
–¿Secreto de la vida?, si tu lo dices… Desdén e ironía se mezclaban con la repugnancia.
–Tengo hambre, invítame a comer –sorteó los dientes sucios y cariados una voz nítida y directa.
–¿Por qué no? –se dijo–; prisa no tengo.
Eligió el mejor restaurante entre los que no le negaron el acceso. Una cena acorde con las circunstancias.
–Tu problema es de careta, no de corazón.
–¿Careta?
–Sí, no utilizas la máscara apropiada.
Una afirmación contundente a pesar de su imagen, dicha entre bocado y bocado; del olor, el aroma de la comida se hacía cargo. Estaba hambrienta; comía y hablaba al mismo tiempo, con las mismas ansias.
Él la escuchaba sin apetito, ni ganas de charla; sin prisa.
–Una gran mayoría las usa por instinto –explicaba y engullía–; todos nos servimos de ellas. ¿Crees que yo soy la que ves?, dime. No, amigo mío; mi cara, mi cuerpo, mis ropas son otras.
La cena sí…, ¡a la cama que te lleve tu padre! No lo dijo en voz alta por poco.
–Cada situación requiere una careta, una máscara que te camufle con el entorno. Pero, sobre todo, que te esconda y proteja de ti. No olvides esto nunca, ¡nunca!; quien se ve a sí mismo firma la sentencia de muerte.
–Una pregunta –dijo con la mano en alto y el índice estirado–; con esa labia tuya…, ¿vives en la calle, de la caridad…? Otros con mucho menos…, ni te cuento.
–¿Tú no vas a comer, no tienes hambre? –preguntó, mirando fijamente los restos de la bandeja.
–No, ninguna –reafirmándolo con movimientos de cabeza–; sírvete, cómetela y si no llega pedimos más.
–Prefiero llevarla.
Y antes de que le diera tiempo a preguntarle cómo, ya le había solicitado una bolsa al camarero. Éste, amable, extraordinariamente amable, se ofreció a recogerla y empaquetársela. Ella lo siguió como si temiese perderlo de vista.
Lo sorprendió desde la salida, con el envoltorio que le habían facilitado en el restaurante; levantando la mano, le decía adiós. Una sonrisa y un guiño pícaro, antes de darle la espalda. Al contestarle a la despedida de igual modo, se dio cuenta que se había dejado una bolsa en el asiento. Tarde para avisarla, ya había cerrado la puerta; se había ido.
Agarró la bolsa para salir y devolvérsela cuando la voz del camarero le dijo:
–Señor, su cuenta por favor.
–Muchas gracias –contestó al tiempo que extraía de su bolsillo la billetera–. Tenga, ahí va la tarjeta y el carnet de identidad.
Abandonó el establecimiento antes de que el camarero reaccionara. Pero ni a un lado ni otro de la calle se veía rastro de la indigente. Un individuo apoyado en una farola le indicó una dirección imprecisa, tal vez por contestarle algo. Corrió un rato, hasta perderse en las calles y la seguridad de no alcanzarla. Rendido, jadeó a placer y volvió a la bolsa. En ella había…, ¡dos caretas!. Dos máscaras, la comedia y la tragedia griegas.
Ante la imposibilidad de encontrarla, retornó sobre sus pasos. El regreso, más despacio, no lo libró de la taquicardia, al contrario; las caretas latían con más fuerza dentro de la bolsa. Deseaba desprenderse de ellas, pero la intención de arrojarlas en la basura le resultaba desagradable, inquietante. Primero debía recuperar la tarjeta y el carnet que le había dejado al camarero.
Debido a la indecisión, la comedia y la tragedia acabaron en su mesita de noche. Al día siguiente, al despertarse, no fue capaz de resistir la tentación de probarlas. Comenzaba el juego, su afición. Las diferencias de verse con una u otra eran evidentes, modificaban hasta su estado de ánimo.
A esas dos caretas fue añadiendo otras que iba descubriendo, el número aumentaba al mismo ritmo que su habilidad con ellas. No utilizaba una nueva sin antes practicar y conocer las posibles consecuencias. En algunas resultaban fáciles de imaginar; a nadie se le ocurre presentarse un lunes por la mañana con la cara del sábado por la noche, ni en un velatorio con la alegría del fin de año, pero otras más ambiguas, más sutiles, menos amistosas, suponían un peligro. No sólo ajeno, también propio. Había comprendido la amenaza que entrañaba verse a sí mismo y, para evitarlo, retiró todos los espejos del dormitorio. Pero al contemplar la colección de máscaras se sentía orgulloso, satisfecho, recompensado.
Sonreía al mirar la última que había adquirido, inédita; por ella había comprado la pistola. No le producía ilusión el revolver, pero verse con aquella careta de hombre armado y sin miedo, era una auténtica experiencia; una fuerza interior que le agrandaba inconscientemente el pecho. Se la quitó y la colocó en la mesita, con todas las demás.
–¿La pistola, dónde se la había dejado? –se dijo en voz alta, mientras se calzaba las zapatillas y salía de su habitación. Con lo despistado que era, a saber dónde la había olvidado. En el baño, la noche anterior estuvo practicando delante del espejo.
El corazón le latía deprisa. Le inquietaban los despistes, empezaba a fallarle la memoria demasiado a menudo, desconocía si era consecuencia de la edad, pero no le gustaba en absoluto.
Sí, había dejado el arma en el baño, apoyada en el lavabo. La cogió y verificó que las balas continuaban en el cargador. Un suspiro de alivio. Instintivamente, se ojeó en el espejo para observar, una vez más, lo bien que le sentaba el revolver en la mano. Cuando levantó la vista se dio cuenta que no llevaba ninguna careta.
Se oyó un disparo. Mil trozos de cristal se esparcieron por el suelo y, al examinarlos, todos mostraban lo mismo. Sonó otro disparo y la sangre salpicó el lavabo y las paredes.
En cada uno de los añicos de espejo había una careta distinta; unas y otras se reflejaban entre sí hasta el infinito. La estremecedora y macabra expresión se acentuaba en las que habían sido alcanzadas por la de sangre.