diciembre 29, 2008

Muere, se está muriendo...




Se nos va, muere, se está muriendo. Días, horas; su agonía es inminente. Viejo, solo, sin duelo; nadie que lo vele, nadie que lo entierre. Su sepulcro será la memoria de quien lo añore; un calendario fuera de tiempo, escondido detrás del día a día. Pero es pronto; antes, ahora, el trago de la muerte; cerca, tan cerca que yo tampoco quiero llorarlo, ni presenciar su entierro. Marcho, voy con los demás a recibir y celebrar la esperanza. Con las burbujas de la alegría, con las sonrisas que alimentan el espíritu y nos ayudan a olvidar; en busca del beso que ante su muerte nos dice: ¡Feliz Año Nuevo!

Adiós, nos vemos; sí, a orillas de una copa de champán os aguardo. Un brindis por el sabio ocaso que nos traslada al inocente amanecer. ¡Chin-chin!, por el 2009







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diciembre 28, 2008

Belén


Al fin, esta tarde fui a Ferrol a ver el Belén. Un entrañable regalo para niños y mayores; muchos recuerdos y nostalgia subidos, conmigo, al banco de la última fila. Tanto mi mujer como yo, por un momento, deseamos que los hijos vovieran a ser pequeños; sólo por un momento, pero no fue posible, por suerte.

Comimos muy bien, en la misma calle y económico; un placer en un café BLA BLA :)

Muchas gracias Teresa



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diciembre 26, 2008

Platón y un ornitorrinco entran en un bar...

A pesar de la huída del pavo, ojalá que, por lo menos, todos hayáis pasado unas navidades tan buenas como las mías. Mi única preocupación, debido a la denuncia pública del disfraz que eligió el dichoso animalito, fue que alguien se hubiera zampado a Papá Noel. Pero, por fortuna, creo que nadie se lo cenó; de hecho me trajo un libro que parece escrito para mí. Resultado: un verdadero placer; reúne filosofía y humor, dos de las tres grandes pasiones que me hacen amar esta vida. Cierto que se trata del libro que me hubiera gustado escribir y eso, por un lado, me entristece; pero por el otro, menudo alivio, ya no es necesario que yo escriba.

“Platón y un ornitorrinco entran en un bar…” escrito por Thomas Cathcart y Daniel Klein, que recomiendo a todos aquellos que deseen conducir su vida sin necesidad agarrar y apretar el volante como si fuese a escapárseles de las manos.



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diciembre 20, 2008

¡¡¡Feliz Navidad!!!

El champán y la lumbre los pongo yo...



Éste es el regalo para vosotras...




El vuestro os lo daré en privado, se trata de la revista de Playboy y no es cuestión de subirla aqui...


Antes de terminar, deciros que el gilipuertas del pavo se escapó de casa. Las últimas noticias que he tenido; hablan que se ha disfrazado de Papá Noel. Por favor, si alguno lo ve, traerlo; sin él la Nochebuena no será lo mismo.



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diciembre 18, 2008

Otoño


La brisa desasosiega el camino,

la luz temerosa se pone velo,

se seca, se agrieta, se arruga el suelo;

rancio saber, de caminar cansino.

Árboles desnudos, tiempo de vino,

de matanza y de mirar al cielo.

Recuerdos, hojas que se caen al vuelo,

mostrando el frío invierno por destino.

Cumbres peladas, indicios de nieve,

momentos de madurez, fin del verano,

primavera, juventud, cuan lejano,

ya es tiempo de paz, de abrigo si llueve,

son horas de otoño, de dar la mano,

de compartir desengaños y grano.

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diciembre 16, 2008

Pinto Et Chinto

En La Voz de Galicia trabajan o disfrutan, no se cuál de las dos va mejor, unos genios del humor gráfico: Pinto Et Chinto.



Supongo que ya os habréis dado cuenta de que me gusta mucho más jugar con los pensamientos e ideas, que con los sentimientos; éstos me duelen más; por eso cuando me encuentro con aciertos tan oportunos como éste, no puedo evitar unas tremendas carcajadas. Carcajadas estruendosas ante un café con leche y una barra repleta de clientes silenciosos, que me miran entre sorprendidos e incrédulos. No les critico si dudan de mi cordura, en casos así, yo también lo hago. Pero, la verdad, son geniales; o ¿no?
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diciembre 13, 2008

Vicente, un lobo muy decente

Una sonrisa para el fin de semana... y, ahora que vienen las fiestas, a descansar un poquito. Supongo que andaré por aquí, pero si no es así; felices fiestas a todos.


Soy Vicente, el lobo con el que se asusta la gente. Aaaauuuuuuuuu, aaauuuuuuu, soy un lobo muuuy maaaalo. Mentira, es mentira. Yo no me he comido a la abuela de Caperucita. Era una anciana, enferma y encamada, que dejaron sola al otro lado del bosque; un menú nada apetecible. Tampoco me he comido a Caperucita, a pesar de lo rica y tierna que estaba. Porque ¿a qué niña permiten cruzar el bosque sin ir acompañada? Que yo sepa, a ninguna. Además, muy pocas niñas son tan inocentes como para quedarse a charlar amistosamente con el lobo. Si fuese así, me pondría morado. La fanfarronada del leñador no la superan los cazadores ni los pescadores, por exagerados que parezcan. Anda que, atreverse a decir que sacó a la abuela y la nieta de mi barriga, después de habérmelas zampado, y encima, vivas y con ganas de contarlo. Mentira, una colosal mentira.


Ese soy yo, Vicente, el lobo con el que se asusta al inocente. Aaaaauuuuuuuu, aaauuuuuuuuuuu... ¡Qué mieeeeeedo! Mentira, mentira podrida. Y si no, vean: que los cerditos son vagos y no quieren trabajar, ¿para qué está el lobo Vicente? Mi capacidad pulmonar no tiene límites; a su lado, el huracán es una simple brisa. Levanto las casas como si fuesen plumas. Aunque, por desgracia, debo de ser bastante patoso, porque no ser capaz de correr más que un cerdito... ¿Dije uno?, perdón, eran tres: dos vagos y uno que trabajaba. De verdad, soy la vergüenza de todos los lobos. Lo de saltar por la chimenea, eso ni los cerditos lo sueñan, por muy asustados que estén. Mentira, cochina mentira.


Sí señor, soy Vicente, ese lobo feo y maloliente. Aaaaauuuuuuuu, aaauuuuuuuuuuu... ¡Qué asco de lobo dios mío! Mentira, sucia mentira. En cuanto a lo de los cabritillos, eran siete ¿no?; y su mamá cabra, ¡huummm! menudo banquete. Qué pena que no fuese cierto ¿verdad? Pero ¿quién se imagina que los cabritillos van a estar viviendo a todo lujo?, ¿y que su mamá cabra salga de compras como una típica ama de casa? Yo no, desde luego. Bastante me costó mirar en el establo y en los pastos que hay cerca del monte. ¡Cuánto miedo pasé! Menos mal que los perros son primos, porque de amigos no tienen ni el nombre. Total, para nada; estos cabritillos viven a cuerpo de rey. Tanto que ya me parece que pasan de cabritos. Mentira, todo mentira.


Pobre Vicente, el lobo que ya no da miedo ni enseñando los dientes. Aaaauuuuuuuu, aaaaauuuuuu... —¿Tienes sueño, Vicente? —me pregunta la luna—. No, no. No tengo sueño. ¡Uuuuuyyyy, cuánta gente haaay! Y la verdad, había más personas que ovejas. ¡Ay! Pedrín, Pedrín... Bromista el niño, ¡eh! Las veces que engañó a todo el pueblo con sus gritos de socorro: ¡que viene el lobo!, ¡que viene el lobo! Mentira, vil mentira. Sin duda, es al niño a quien había que comer ¿o no? El jovencito se pasó lo suyo, pero quién se atreve a acercarse a él con semejante batida a su alrededor. La gente yendo y viniendo, monte arriba y monte abajo y, supongo, que un enfado padre. Yo, ni de broma. Mentiras, no son más que mentiras.


Ya ven, ese soy yo: Vicente, el lobo al que no ha parado de darle palos la gente. Aaaaaayyyyyyyy, aaaaayyyyyyyyy, que ya no como ni frío ni caliente.


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diciembre 11, 2008

Aniceto



Aniceto era un hombre sin estrella. Un sirviente sin amo. Iba de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda y de señor en señor; intercambiando agotadoras jornadas de trabajo por un no siempre equitativo sustento diario.

En una ocasión, después de una faena de sol a sol, sin haber visto en todo ese tiempo nada que oliese a vianda, expresó su lastimoso clamor. Se quejó, en voz alta, de la conversación silenciosa que había mantenido con su estómago.

Al oír semejante atrevimiento, el señor de la hacienda, que le había permitido trabajar, se sintió dolido y avergonzado. Por lo que, ante tan descarada e injuriosa ofensa, dijo, en un tono todavía más alto:

–Nunca, en ésta, mi casa; delante de tan distinguido e ilustre hidalgo, hubo caballero ni lacayo acosado por el hambre. ¿Cómo le ha ocurrido a usted, si sólo es un sirviente? Sobre todo, después de haber completado una buena jornada. ¿Por qué un día tan desgraciado? Eso no puede ser. Imposible. No, nunca. Nunca, nunca.

–Si no se trata de hambre, hambre... –intentó desdecirse Aniceto, bastante atemorizado‑, con un trozo de pan y un vaso de agua...

–¡Caridad! –Gritó a su esposa, el hacendado; herido por la deshonra. Mientras, entraba al galope en la casa.

–¿Qué ocurre Generoso? ¿A qué vienen esos gritos, esposo mío? –Preguntó la mujer al salir a su encuentro.

–Avisa a las criadas, a todas, si hace falta. En esta casa hay un sirviente con hambre. Diles que preparen una gran cena. La mejor. Digna del paladar de un rey.

Al sorprendido Aniceto no le cabía la lengua en la boca, le resbalaba con tanta saliva.

–Las comidas que aquí servimos, muchas majestades las tuviesen en sus palacios. ¿Dónde quieres que ponga la mesa? –Convino la mujer.

El señor, hombre que no gustaba compartir yantar con los criados, le indicó a su esposa que la sirviese en el alpendre. Donde dormían el perro y el gato.




Allí se aposentaron Aniceto y su hambre, sentados delante de una mesa, más repleta de elogios que de viandas. Mal andaban las majestades que en sus cenas disponían de un solo plato. Aunque para un hambriento; un chorizo, dos arenques, una libra de tocino rancio, una hogaza de pan moreno y una jarra de agua, supusiese mucho más que una comida de reyes: Era un manjar divino.

–¡Cuánta generosidad señor! ¡Qué feliz siervo si, para siempre, tuviese yo un amo semejante! –Con los ojos atados al plato, se relamía en halagos el deslumbrado sirviente.

–¡Un momento! –Espetó el abnegado hidalgo. –Antes de que comiences a comer, para que veas hasta dónde alcanza la hospitalidad de la familia de Generoso Buenaventura, te voy a proponer un trato.

–¿Sí? Usted dirá mi señor. –Contestó Aniceto mostrando curiosidad e impaciencia.

–¿Ves aquel saco? –Mostró, señalando a lo alto de una tarima, el dueño de la hacienda‑ Es una fanega de trigo. Si la deseas es tuya, incluido el préstamo del terreno correspondiente; para obtener de ella una cosecha. Pongo a tu disposición mis tierras, te dejo elegir la fanegada que creas más productiva. Todo eso, a cambio de esta cena que tienes delante.

–¿Cambiar el saco de trigo por la cena?

–Eso es. Necesito saber cuál es el motivo de tus quejas. Si de verdad son de hambre, no dudarás en cenar como haría un rey. De lo contrario, tal vez, prefieras sembrar el trigo en la mejor de mis posesiones y obtener, sin duda, una superior cosecha.

Aniceto empezó a divagar, iba del plato al saco, del saco al plato y de nuevo, vuelta al trigo, a la fanega. Ya se imaginaba la tierra dónde podría cultivarla.

–Piénselo, no tenga prisa. Yo también voy a cenar. Cuando termine vendré a preguntarle cuál ha sido la decisión que ha tomado. Si todavía no empezó a comer, entenderé que desea la fanega de trigo, y sino; buen provecho. En persona le presentaré las más sentidas disculpas. Aceptaré públicamente la deshonrosa falta que habrá caído sobre mi casa.

–Buen provecho. –Contestó el sirviente, aturdido por completo.

Aún no había terminado de cruzar la puerta del edificio principal, aquel sorprendente hidalgo, y ya le daba vueltas a los números el pobre Aniceto.

Se levantó y fue a comprobar el contenido del saco. Estaba lleno de trigo. No lo habían engañado. Y sin apartar la vista de él, se dejó llevar por los cálculos. De recoger una buena cosecha, podría vender la mitad y comprar una pareja de bueyes o de caballos, para, a su vez, cambiarla por un buen terreno en el que sembrar la otra mitad del trigo...

Comprando y vendiendo se había olvidado por completo de la real cena. Ya estaba adquiriendo aquella hacienda, cuando vio salir a Generoso por la puerta.

En ese justo momento, retornó a la mesa y miró de nuevo el plato. Al verlo abrió los ojos más allá del espanto. Estaba tan vacío como la jarra de agua, que descansaba sobre el mantel, acostada. El agua goteaba de la mesa al suelo, donde las migas de pan aparecían sembradas sin ton ni son. No comprendía nada. No. Absolutamente nada. Su mirar, confundido, se perdió en uno de los rincones, donde el perro y el gato se relamían. Curiosamente, bien avenidos, igual que si fuesen los colegas de una juerga.

–Buen hombre –dijo el hacendado con gesto sentido–, le pido mis más sinceras disculpas. Era verdad que tenía usted hambre. No ha dejado ni las sobras. Dígame cuándo y dónde quiere que exprese, públicamente, la desgracia que ha caído sobre esta infeliz familia.

–Yo no..., no fui..., no cené...

–¿Cómo que no cenó? Me quiere hacer creer que una persona, muerta de hambre, pasó sin comer, viendo con mis propios ojos el plato vacío. No le creía capaz de vileza tal.

–Pero..., yo...., no...

–¿Qué pretende? ¿Cenar y tomar posesión del trigo? ¿Las dos cosas? ¿O causar aún más desagravio? No tendrá el valor de inculpar al perro o al gato. ¿Le parece poco dejar morir de hambre a los sirvientes? ¿También me quiere acusar de no dar de comer a mis animales? Por favor, le ruego que abandone la hacienda, que con tan buenas intenciones lo recogió. Si no quiere que lo echen a palos. A quién se le cuente... ¡Qué un hambriento, se haya dejado comer su cena por un perro o por un gato! El animal es usted. Un verdadero miserable. Mira que tratar de engañarme a mí, a Generoso Buenaventura... –Cada vez gritaba más, mostrando, con visibles aspavientos, su enfado– ¿Qué sirviente? No es usted un plebeyo, sino un truhán con la vil intención de darme gato por liebre.

Aniceto se levantó y, cabizbajo, empezó a caminar hacia la salida.

–Lo..., lo sien..to, le...le prometo que a mi estómago... no llegó..., ni tan siquiera..., una miserable escama. ‑Decía, mientras iniciaba la partida.

–¡Fuera bellaco! ¡No se te ocurra volver! –Amenazaba a gritos aquel insigne hidalgo– Si algún día te veo a menos de tres pueblos de mi hacienda, ordeno que te apaleen. ¡Por mi honor, lo juro!



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diciembre 10, 2008

Eulalio (Lalo)



Levantó la cabeza, miró a lo alto y mandó una extraña carcajada al infinito. Inmerso en una serie de movimientos inciertos e inseguros, tembloroso y agitado, llevó una mano a la cabeza y se dio unos tirones al estropajo. Con la otra, después de un generalizado repaso, terminó rascándose sus partes desde el bolsillo. Se palmeó la camisa de franela y el pantalón de pana amarilla, dándose golpes como si los remiendos fuesen moscas. Acabó perdiéndose entre una polvareda.

Apareció unos metros más adelante girando sobre sí mismo en circunferencias irregulares. Se paró y, mirando las zapatillas desatadas, una de ellas sin cordones, mantuvo unos instantes de quietud. Levantó de nuevo la cabeza, buscó en el vacío y envió otra espasmódica carcajada al encuentro de la anterior. Después, comenzó con una serie de paseos de un lado para otro, de recorridos cortos y cambios de sentido imprevistos, sin un rumbo determinado.

Finalmente, se agachó para recoger una rama seca de pino. La partió en varios trozos y se quedó con uno del tamaño de una batuta. Se acercó a la entrada de la cueva, dónde estaba al principio, volteando el palo igual que un malabarista.

Había sufrido una transformación, del estado de inquietud y agitación, pasó a uno de calma y coherencia. Los movimientos inseguros e impulsivos eran ahora serenos y precisos, emanaba una seguridad impensable segundos antes. Incluso, su destartalada y mugrienta presencia, acorde con la conducta anterior, parecía ahora un accidente.

Se sentó en el suelo, de espaldas a la cueva. Limpió el hueco que le quedaba entre sus piernas estiradas y, ayudándose del palo, dibujó la silueta de una paloma. Avanzó arrastrándose sobre el trasero de su pantalón y dibujó otra exactamente igual. Mostrando una extraordinaria habilidad, repitió el acto en varias ocasiones. Ensimismado, se había escondido entre la tranquilidad y el silencio; sólo el ruido que producía el palo al rozar con el suelo parecía resistirse.

Cuatro o cinco metros más adelante, se puso de pie y observó unos instantes el dibujo. Al darse la vuelta y, ante la evidencia, arrojó el palo lo más alto que pudo, pataleó, braceó sin ton ni son, todo entre unos ires y venires sin sentido. Parecía encontrarse otra vez en una especie de histeria silenciosa. En esta ocasión, ni siquiera la acompañaba con las estertóreas carcajadas.

Al andar de un lado para otro, encontró el palo que había tirado. Lo recogió y se apaciguó instantáneamente. Nada indicaba su agitación, salvo unas gotas de sudor, que bajaban por su rostro arrastrándole el polvo a su paso. Regresó junto al dibujo que se había salvado antes y se sentó a su lado, esta vez de frente a la cueva. Lo borró con la mano y dibujó otra paloma idéntica a las anteriores. En esta ocasión en sentido contrario. Avanzó arrastrándose, dibujando hasta la entrada de la cueva. Allí se levantó y contempló una escena que ya le era familiar: los dibujos borrados por las huellas que dejaba su trasero al arrastrase.

Empleó todas sus fuerzas para arrojar el palo a lo más alto y se sentó en la piedra que tenía al lado de la entrada de su hogar. Esta vez no había perdido el control, miraba tranquilo y con atención la silueta de la última paloma.

El sol, asustado, se escondió detrás de las montañas. Eulalio, o Lalo, como le conocen, se quedó solo. Allí, delante de la cueva, de su hogar, inmóvil; mirando como aquella paloma era incapaz de detener el silencio. Éste avanzaba irremisiblemente, la noche venía detrás ayudándole. Sólo unos mirlos le hacían frente con sus cantos, un poco más abajo, en la ladera del monte, mientras buscaban una cama donde dormir. Lalo permaneció quieto como la paloma, observándola hasta que la oscuridad los rodeó. Después, entró en la cueva y se acostó sobre unos trapos, tirados en un recodo a modo de catre. Al poco tiempo, desde la negrura, desató un ataque de ronquidos inocentes hasta casi matar el silencio, que se acercaba distraído como siempre.

Al día siguiente, despertaría temprano, como tantas veces. Saldría de la cueva para dar una serie de vueltas sobre sí mismo. Ritual que venía repitiendo a cada nuevo amanecer. El azar decidiría la cantidad de giros y el momento de parar. Aquella excéntrica ruleta iniciaría el comienzo de la jornada. La posición final, era la elegida para iniciar una marcha, que discurriría en línea recta por toda la extensión del monte. No se desviaría de ella, a no ser que se lo impidiese un obstáculo insalvable. Una barrera física, con todo el sentido literal que la palabra pueda tener, infranqueable en cualquier condición humana. Hasta los cauces de los ríos, cuando se interponían en su camino, los atravesaba a nado para no salirse de la línea recta. Dato éste, realmente curioso, porque coincidía con los únicos momentos que dedicaba a su higiene personal. Situación que no mejoraba gran cosa su imagen. Los ríos con caudal suficiente escaseaban, tal sólo abundaban los regatos, que le servían para mojar los pies y continuar caminando al ritmo de “chof-chof “ hasta que se secaban.

El viaje terminaba, justo en el preciso momento, que las necesidades naturales le obligaban a bajarse los pantalones. Esa era la causa de su recorrido, de su caminar en línea recta. No se trataba más que de una espera premeditada, para darle tiempo a que el cuerpo completase su ciclo biológico. Una modo de azar intencionado con el que decidir el lugar para la cagada diaria.

Después dibujaría en papel o en el suelo, con lápices de colores o palos; dibujos de un inmenso talento. Arte que sorprendería, por su pureza y bien hacer, a conocidos y desconocidos. Conocerlo y ver sus obras era estremecerse de frío. Quién sabe si por la calidad de los dibujos o por su silencio. A pesar de que se llamaba Eulalio, nunca se le oyó una sola palabra.

Se podría decir que vivía de la caridad ajena, si no fuese que, por cada hogaza de pan que le daban, él los recompensaba con un dibujo. Es más, cuando disponía de papel, iba por las puertas con sus grabados terminados y los entregaba como si fuese el cartero. No importaba en que casa llamase, de allí, saldría comiendo. No aceptaba dinero, sólo comida, y de vez en cuando, sólo de vez en cuando; no siempre, papel y lápices.

Apareció en el pueblo de bebé, abandonado, y lo criaron entre todos, como al cerdo de San Antonio hasta los diez o doce años. Después huyó al monte y, a partir de ese momento vivió la vida a su manera. Sin decir una sola palabra. Tan sólo se sabía cuando acudía a votar porque, al final, en el recuento de las votaciones, un nulo destacaba por encima de todos los demás. En vez de una papeleta, había un dibujo, casi siempre de una paloma.


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diciembre 09, 2008

Andrómina

La reflexión sobre "´Todos mentimos" de Ave mundi luminar, que aconsejo lean: http://mejordeloqueparece.blogspot.com/, me recordó un relato que escribí hace mucho tiempo.

Sirva como admiración al buen trabajo de Ave mundi luminar.

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Dña. Quimera Figurado De Lirio, famosa por su tentador cuerpo inexistente, procedía de las aparentes dinastías de los Figurado y de los De Lirio, paterna y materna respectivamente. Se crió en un mundo irreal, desarrollando una figura que era una ilusión y un atractivo que parecía un sueño. Era tanta la belleza de aquel ser etéreo, y tan prometedora, que D. Propio Hacedero Verismo, extranjero en aquel mundo, quedó irremediablemente prendado. Tampoco Dña. Quimera pudo resistirse al prometedor realismo de tan extraño y atrevido forastero.

Ante estas circunstancias: el amor crece hasta quedar ciego, y creció; la atracción atrae hasta fundir la dualidad en unidad, y atrajo; el deseo se convierte en irrefrenable, y se convirtió. La suma de estas fuerzas sólo encuentra un lugar donde detenerse, y no es otro que el altar, pese a quien pese. Y pesaba, tanto que ni la familia de D. Propio ni la de Dña. Quimera aceptaban bajo ningún concepto semejante casamiento. Pero el conflicto superó el ámbito familiar e involucró a los dos mundos por igual.

La terquedad de los enamorados era tan ilimitada como la existencia y la no existencia juntas. Por ello la diplomacia no encontraba solución a un nimio conflicto familiar. Los servicios de inteligencia se acusaban mutuamente: unos , que la irrealidad y la locura habían permitido un idilio imposible ante la incapacidad de controlar el infinito; otros, que la realidad y la inflexibilidad intentaba encerrar en su espacio limitado un mundo que no le pertenecía.

Los propios diplomáticos discutían, ya todos contra todos, sin encontrar la explicación o solución que apaciguase los dos mundos. Los que pretendían representar a D. Propio culpaban a los otros de practicar el intrusismo en sectores ajenos. Decían que al ser introducidos factores inestables como la imprevisibilidad, la locura, etc. en situaciones precisas, caso del amor, el deseo, etc. fragmentaba los límites reales y anulaba toda posibilidad de control. La insignificancia de un embrollo familiar, conflicto en el que se habían involucrado, nunca podría llegar a semejantes extremismos si el otro mundo, no intentara sumergirlos en la confusión y en la incapacidad de autoidentificación.

Por otro lado, los que asumían la representación de Dña. Quimera, estaban convencidos de que D. Propio, y los suyos, intentaban utilizar un mundo que, a la vez que lo negaban, pretendían dominarlo. Al mundo del novio lo acusaban de rechazar lo incomprensible, cuando era su propia realidad la que se imponía como una existencia innegable; igual de evidente que su incapacidad de comprenderse.

Nada impide que en un mundo irreal como el de Dña. Quimera se incluyan o excluyan: D. Propio, los suyos, su mundo y todos los que sean, o no, necesarios. La generosa infinitud de lo irreal, de lo inexistente, no es sino, un campo ilimitado donde germina la semilla de lo existencial. Y ambos mundos pueden ser uno en un espacio desconocido, pero los límites de la realidad nunca se podrán entender, ni comprender, más allá de su propia existencia. Por eso ellos, el mundo irreal; no tolera unos límites que a la realidad le son insuficientes, pero que le resultan imprescindibles para saberse como tal. Tampoco acepta sus pretensiones de medir lo ilimitado; ni que su autoafirmación dependa del dominio de conceptos incontrolables como pueden ser el amor, el deseo, e incluso la felicidad, etc.

Ambos mundos eran incapaces de entenderse y el conflicto que habían provocado Dña. Quimera y D. Propio no disminuía, es más, amenazaba con fundirlos entre sí, donde la realidad y la irrealidad fuesen las dos con la misma intensidad. Cada cual necesitaba de su propia identidad, bien por la necesidad que uno de ellos tenía de si mismo y de comprenderse, o para que el otro, pudiendo o no entenderse, no se necesitase para ello.

Dichas partes, después de un frustrado intento de detener el casamiento y ante la amenaza que suponía el posible fruto de esta unión; sobre todo por la capacidad que tenía semejante alianza para producir una variedad de hijos imprevisibles e incontrolables, optaron entonces, por negociar una postura de mutua conveniencia. Para ello decidieron crear de si mismos un mundo a donde mandar a los desposados. A semejante creación le fueron impuestas una serie de condiciones entre las cuales destacaban dos por ser indispensables para existir como tal: la primera fue que en ese mundo podrían participar sus dos creadores; y la segunda que dicho mundo nunca tuviese la capacidad de invadir por si mismo a ninguno de sus creadores.

Se puede decir que a Dña. Quimera y D. Propio les regalaron un mundo el día de su boda. Lo llamaron Andrómina y en él tuvieron tantos hijos que la razón no permite conocerlos, ni entenderlos a todos.

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Juego de palabras:

‑Andrómina: Mentira.

‑De Lirio: Delirio/Locura

‑Figurado: Irreal

‑Hacedero: Realizable

‑Propio: Real

‑Quimera: Ilusión

‑Verismo: Arte de lo verdadero


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diciembre 08, 2008

Despertares Concéntricos


–Ring, ring, riiinng...

–Para el despertador de una vez...

–¡Boh! Qué tonto eres... Es la puerta...

–Ring, ring, riiinng...

–Va, va, ya vaaaa. ¿La puerta? ¿Quién será a estas horas? Vaaa... Maldita sea, es el dichoso teléfono...

–¿Es qué no piensas abrir nunca?

–No es la puerta mujer, es... Sííí..., dígame.

–¡Hola! Muy buenos días. Le llamamos de Radio Rueda... ¿Podría usted contestarnos a una pregunta para nuestro concurso...? ¿Sabría decirnos qué hora es?

En la calle dos automóviles chocaron. Por fortuna, sólo aboyaron un poco el frente y el mes de sus respectivos dueños. Uno de los chóferes salió maldiciendo, con cara de pocos amigos.

–¿Qué pasa...? –Contestó el otro conductor.

–Un imbécil, que tiró el teléfono a la calle y me rompió el parabrisas.

Un testigo involuntario, sin poder disimular la sonrisa, comentó con acento burlón.

–¿No se habrá confundido de apartato?

–Vaya, otra llamada que se cortó. Queridos oyentes de Radio Rueda, otro participante que no ha podido responder a nuestra pregunta en el concurso Despertares Concéntricos. Otro desafortunado que ha perdido la opción de entrar en el sorteo de un magnífico reloj despertador…

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diciembre 07, 2008

Camerino de la Prima Donna


Allí estaba, en el camerino de la soprano ligera con mejor voz; la Prima Donna de los agudos y la interpretación del elenco activo, según gritaban los carteles del teatro. Venía a entregar un ramo de flores. Soy mensajero, en las horas no lectivas hago repartos; es como gano la paga del fin de semana.

Cuando el dependiente de la floristería me entregó el envío y dijo: has tenido suerte hijo, vas a conocer a una famosa; un capricho de mujer. Le sonreí indeciso, no sé si por el trato paternal, la buenaventura o el acento de advertencia que parecían insinuar sus últimas palabras. Había encendido mi fantasía. Yo sólo tuve que poner en marcha la burra, un vespino de la primera guerra mundial, que mi romanticismo resentido llama Harley. Del tráfico y del orballo apenas me di cuenta, dediqué el recorrido a la ensoñación ¿Cómo sería la diva? Bella, bella y caprichosa como había dicho el de la floristería. La imaginaba en su camerino, rodeada de flores y bombones, vestidos y joyas, pinturas y maquillajes, biombos traslúcidos que ensalzaban su silueta y espejos, muchos espejos enfrentados entre sí que la alejaban hasta el infinito; olía a perfumes caros, agua fresca y a mes de mayo; era el sol quien pasaba la noche con ella, los admiradores guardaban cola en el pasillo. El tubo de escape de la Harley sonaba a Elisir D´Amore, me sentía un Nemorino a través de los campos de trigo en búsqueda de Adina.

Pero la realidad quiso una habitación desangelada e impersonal, más parecida a la antesala del infierno que a los sueños de un inocente. No era un camerino, sino una ausencia. Una ausencia pintada de blanco impuro. Diez metros cuadrados, tal vez doce, con dos puertas interiores, enfrentadas a la principal; la ilusión de una ventana abierta al mar era el mayor esfuerzo artístico de la estancia; dos retratos en blanco y negro en la pared opuesta a la pintura hablaban de tiempos pasados. Debajo, el tresillo tapizado en tela, a juego con dos taburetes, y la mesa de cristal permitían intuir un resquicio alternativo al desamparo. En la mesa, una fotografía eternizaba el aburrimiento de un pequinés. Las flores de los incondicionales descansaban en la consola contigua a la puerta de entrada, incapaces de contrarrestar el envolvente olor a quimera. No había espejos ¿para qué? La soledad no los necesita. En el rincón más apartado, servicial, la papelera de alambre succionaba con fuerza el destino del habitáculo.

De una de las puertas salió un individuo, el agente de la cantante, y me preguntó si las flores eran frescas. Recién matadas le contesté. Agarró el ramo, le retiró la tarjeta y lo dejó en el cementerio con las demás. Mientras tiraba la nota a la papelera, sin leerla, se disculpó en nombre de la artista. Con la misma emoción me dio la propina, igual de generosa. Salí al pasillo y cerré la puerta, la puerta de un ataúd, allí dejaba enterrado otro sueño.

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diciembre 04, 2008

Trini la vecina del quinto

Abre el portal, regresa. Afuera queda la calle, la noche, los neones rojos y la música desgarrada. Enciende la luz de la escalera y una bombilla amarillenta le da la bienvenida. El resplandor se acerca despacio, como los ocres de otoño, y se posa con suavidad sobre su cuerpo. La rodea, la acaricia, desciende hasta sus pies. Es el perro fiel que le ilumina el camino y guía sus pasos hacia un cuento inconfesable. La puerta se cierra detrás, censura el momento como el telón de un teatro decimonónico.

No importa, podría verla a través del muro más opaco. Trini —porque cuando deja la calle y entra en el edificio, es Trini, la vecina del quinto—, emite calor suficiente para que las noches sin luna resplandezcan como un mediodía de mayo. Su solo recuerdo es presencia viva que despierta los deseos más obscenos.

Ahí acudo a contemplarla y así deseo imaginarla: en el portal, transformada en Trini. No en la calle, donde tiene nombre de canción, de protagonista; cuando los verdaderos protagonistas son extraños.

Ha venido pronto, a finales de mes escasean los clientes con dinero. Bajo a recibirla, le abro la puerta del ascensor y la espero. Dentro, se acerca a uno de los laterales. La miro a los ojos con decisión y me sostiene la mirada con la boca ligeramente abierta. Sin desviar mis ojos de los suyos, acciono el pulsador de la planta número cinco. El ascensor se pone en movimiento y a ella se le escapa un suspiro. Con la punta de los dedos golpeo el ala del sombrero y avanzo a ritmo de tango. Su respiración se acelera, se torna más profunda y espesa; sus pechos parecen adquirir vida propia, tratan de zafarse del encierro; junta más las piernas y aprieta los muslos; un imperceptible temblor mueve sus labios, pero no rehúye la mirada. Me aproximo hasta sentir que la rozo con el pecho. Su cuerpo se agita, sus senos suben y bajan cada vez más rápido. Sin atropellos, le acerco una mano al rostro y, temerosa, sin dejar de mirarme, ladea un poco la cara. Con un leve gesto, le retiro un mechón de pelo que le cae sobre la frente. Vuelve a suspirar.

En la música de ambiente suena la melodía "Malena".

Mi boca busca la suya. No la rechaza, sólo gira un poco la cabeza para que beba de sus labios. Espera el beso con los ojos cerrados y pega su cuerpo al mío. Noto sus medias, su faldita corta, su blusa escotada; siento sus muslos, el temblor de su vientre, sus pechos con los pezones como lanzas. Un cosquilleo eléctrico me recorre la espalda. Soy incapaz de continuar más allá de un suave roce de labios. Su aliento me embriaga. Sedienta, abre los ojos y me interroga con gesto turbado. Me abraza, me atrae con firmeza, quiere besarme. La detengo con un dedo, al borde de los labios, que se desliza sobre el húmedo carmín. Juega a morderlo, sonríe.

En el panel de mandos parpadea el número cinco. La melodía continúa sonando.

Le separo las manos de mí, la giro, la vuelvo de frente al espejo del fondo. Se deja. Abre un poco las piernas y arquea la espalda. Poso mis manos en sus muslos y empiezo a subirlas muy despacio. Asciendo por el contorno de su silueta, pasando por las caderas, la cintura y los costados, hasta llegar a sus brazos. Se los levanto y los sostengo contra el cristal. Me aprieto contra ella, le hago sentir de nuevo mi cuerpo. La beso en el cuello, aspiro con fuerza el aroma de su nuca. Flexiona las rodillas, no la sostienen en pie. Gime y jadea, sus sonidos son roncos. Insisto con los besos: uno, dos, tres, cuatro, cinco...

Quiero seguir, acompañarla a su casa, a su cama. Desnudarla beso a beso. Convertir mi lengua en una púa y sus pezones en cuerdas de guitarra, oírlos vibrar. Arrancar de sus jadeos notas, melodías. Mezclarme con su ardor, su aroma; con sus temblores y espasmos. Acariciarla; arañarle, suave, muy suave, la espalda, las nalgas, el interior de los muslos, hasta que la muñeca de porcelana se transforme en una tigresa de bengala. Beber de su manantial de la vida, abrir con un abracadabra la cueva de Alí Baba y los cuarenta ladrones. Llegar a su corazón a través de su cuerpo. Convertirla, al menos un día, en la actriz principal. Pero cuando la puerta del ascensor se abre se apagan las luces y cesa la música.

Mañana, tan pronto el profesor remate con la última clase, saldré del instituto y, a toda prisa, recorreré el camino de vuelta a casa. Todo mi tiempo se ha convertido en un instante: encontrarme con ella, coincidir en el portal. A esas horas comienza su jornada. Nos saludaremos y bajaré la vista avergonzado. Sonreirá maliciosa, como si adivinara mis cuentos lujuriosos. Volveré a levantar la vista cuando me dé la espalda. Me gusta mirar como abre el portal y sale a la calle; contemplar como, bajo la luz de las farolas, Trini, la vecina del quinto, se transforma en tango.

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diciembre 03, 2008

La llama de una vela

Sentía un inmenso rechazo hacia los filósofos; no soportaba sus dudas y mucho menos sus ansias de saber. Estaba convencido de que no eran más que bobos enloquecidos, víctimas de una enajenación terrible y contagiosa que se propagaba por culpa de los incautos. Asquerosos bichos, polillas que surgían de la oscuridad para alimentarse de cualquier foco de luz que emitiese calor.

Había descubierto la manera de evitarlos; pero ya nadie deseaba escapar de una epidemia que iba devorando los sentidos. Por eso lo habían encerrado, privándolo de la libertad necesaria con la que poder demostrar la razón que le negaban.

Le decían que sólo intentaban ayudarlo; pero no era tan estúpido, había oído con toda nitidez la sentencia del juez.

“Le condeno a 5 años y un día de cárcel...”

Después, la apelación cambió la cárcel por el hospital psiquiátrico. Aún así, continuaba siendo una prisión, lo habían condenado; nada de internarlo para prestarle ayuda, como aquellos animales de bata blanca se empeñaban en explicar. No se trataba de una cura, claro que no. Vivía encerrado entre cuatro paredes pintadas de cal, un cuchitril de ocho metros cuadrados, enmohecido y amarillento, que apestaba a sudor y roña. Allí dormía, comía y vegetaba aislado del mundo. Salvo las habituales visitas a un retrete hediondo, sepultado por la mierda y los meos de todo un manicomio, no le permitían salir a ninguna otra parte. Tampoco recibía visitas, excepto la del bruto de turno, que venía todas las mañanas a inyectarle la correspondiente dosis de locura que repartían entre los infelices del hospital. Aquel era el único contacto diario con las personas, el pinchazo de un inyectable que le inoculaba un líquido que le abrasaba las nalgas.

Una vez al mes, también, tenía revisión médica. Un viejo carcamal, que se hacía llamar doctor, venía a su pocilga y se esforzaba por mantener lo que supuestamente debería de ser una charla amistosa. Las primeras veces que lo vio le provocó arcadas, le causaba tal repulsa que no podía evitar una intensa sensación de mareo. Nunca supo explicarse aquellas náuseas, puesto que la apariencia física del médico no incitaba por sí misma semejante animadversión. Sin duda, los motivos habría que buscarlos en otro sitio; tal vez en la irritante amabilidad e infinita comprensión que mostraba cuando le hablaba. No soportaba aquella familiaridad, sobre todo expresada desde una situación de prepotencia, lo violentaba tanta hipocresía. En los momentos de más tensión llegó a insultarlo directamente a la cara, pero jamás logró que aquel viejo psiquiatra reaccionara. Su rostro de piedra se mantenía impasible, dedicándole el mismo gesto de amistad, fría y enlatada, una y otra vez. Tampoco era capaz de entrever en la voz señal alguna que delatara las emociones del galeno.

A pesar de todo, poco a poco, se fue dando cuenta de que aquel cuerpo sin alma era la única puerta que tenía para alcanzar la libertad. Con el paso de los días su actitud evolucionó hacia una conducta más pacífica y amistosa. El rechazo inicial a la visita del médico se fue transformando en un encuentro cada vez más agradable, hasta el punto de esperarlo con impaciencia los días de luna nueva. Jornadas que habían acordado mutuamente para continuar con sus charlas de cada mes.

Agradecía la confianza que el médico depositó en él; se esforzaba por mantenerla intentando portarse lo mejor posible. Su bienestar en aquel lugar había ido mejorando gracias a la comprensión y generosidad con que lo estaba tratando. Un atisbo de esperanza surgió dentro de sí cuando descubrió que la ayuda ofrecida por el anciano era sincera.

En aquellas charlas mensuales habían hablado de casi todo, pero más que nada; del motivo por el que estaba ingresado en el hospital, de su necesidad de provocar grandes incendios en las noches oscuras y sin luna, de la condena que le habían impuesto por pirómano. Fue en una de ellas donde dijo que no soportaba que encerraran el fuego en una botella de cristal. El fuego, aparte de alumbrar en la noche, también asustaba y alejaba a las bestias y alimañas. Razón por la que creía que no se debía de iluminar la oscuridad sin una hoguera con la que protegerse. Aquel mismo día le retiraron la bombilla de la habitación y la noche lo escondió en la más absoluta negrura.

En ese momento fue cuando comprendió que el médico lo escuchaba, cuando notó dentro de sí el primer chispazo de luz que iluminaba el túnel de su condena. A los primeros indicios de comunicación y comprensión entre ellos, siguieron otros cada vez más evidentes y esperanzadores.

De la primera habitación, cerrada y sin un mísero ventanuco, no mucho más larga que el ancho de un pasillo, lo cambiaron a la actual. Ésta, a pesar de que continuaba siendo una pocilga, se podía considerar una suite si se comparaba con la anterior. La razón principal del cambio, según le dijeron, fue la falta de luz. Sin bombilla, su primer cuarto parecía el corredor del infierno; no era extraño que se asustaran todos los que necesitaban ir allí.

Eso le permitió disponer de una ventana, con cristales trasparentes en sus dos hojas; que las podía abrir de par en par. Un verdadero tesoro. Y lo más importante, era una ventana sin trampas, sin verjas, ni la sombra de un sólo barrote cuestionaba su confianza. En lo más profundo de aquel viejo carcamal, por muy impenetrable que fuera su rostro, había indicios de afecto, de sentimientos; de un corazón que reconocía la sabiduría de sus actos incendiarios.

Su bienestar había ido mejorando gracias al ventanal y al psiquiatra que lo atendía. El día y la noche se asomaban a su cuarto, consigo traían las vistas, los aromas y bullicios del exterior. Un río cercano le dejaba rumores a su paso. Los animales sin cadenas le transmitían su libertad. El sol y la lluvia, por sí solos, ya suponían la mayor de las fortunas. Fuese privilegio, o necesidad, eso le daba lo mismo; el contacto con la vida, aunque sólo fuera a través de un agujero, le resultaba imprescindible. Pero, de todos, el tesoro más apreciado, era la vela que el médico había accedido a traerle el día de la visita. Desde entonces, todas las noches de luna nueva abría la ventana y dejaba una vela encendida para cazar a los filósofos que se disfrazaban de polillas.

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