

ME ACUERDO DE una “portuguesiña” que me sorprendió mirando al mar. Una voz suave, melodiosa, se acercaba a los acantilados para romper en un grito. Un estruendo que vestía las piedras de blanco. Las notas se perdían entre las grietas y se descolgaban como las olas hasta unirse en un manto que se extendía y retiraba acariciando la arena y los sentidos. Cuando parecía callada, volvía y explosionaba desgarradora. Un lamento de burbujas que se licuaba lágrima a lágrima, parecían llorarlo las rocas, y se iba; se alejaba como si quisiera arrastrarnos con él. Callaba y renacía con un aullido atronador.
Si no conociese el mar diría que en Portugal cantaba, cantaba con voz de mujer y lloraba cantando. Pero eso era imposible. Me asomé al borde del acantilado para ojear la pequeña cala y allí estaba la “portuguesiña”. Paseaba descalza, vestida con una túnica blanca, sus huellas se iban como su voz, al retirarse las olas. Y surgían bajo sus pies estampadas; como el mar cuando se batía.
Volví a la mañana siguiente, con la ilusión de oírla de nuevo, y ella y el mar también volvieron. Varios días, hasta que la sirena portuguesa me descubrió a mí; al verme calló. Calló y se fue, se alejó silenciosa, sinuosa; ondulante como su vestido blanco.
Dediqué más de la mitad las vacaciones a espiar entre las piedras, escondido, con la esperanza de que volviese la “portuguesiña”. Deseaba oírla cantar, deseaba batirme y rugir como el mar; pero las olas se iban y volvían, volvían una y otra vez, cada mañana, de vacío.
Mi estancia en Portugal se agotaba, se iba también con los días, como ese viento que arrastraba el océano, inmenso como la tristeza que comenzaba a devorarme por dentro. Se batió el mar, explotó y mis ojos burbujearon al no oírlo cantar. Desconsolado, despacio, me levanté del escondrijo y di la vuelta con los ojos cerrados; que allí el llorar es canto.
Cuando los abrí, una melena negra sobre un vestido blanco y una sonrisa me extendían la mano con una nota. Agarré el papel fuerte, muy fuerte; como si en aquel momento las olas me golpeasen a mí por dentro.
Lo desenvolví, impaciente, antes de que el océano se estrellase de nuevo en los peñascos.
“Si vostede gosta do mar, gosta do fado”
“Cancâo do mar”
Sin verme, se que me brillaban los ojos cuando levanté la vista, pero ya las olas se alejaban por la arena cantando, suaves, livianas, entre sonrisas; las suyas y las mías.
Un nuevo batir del mar gritó:
—¡Papá! —y me volví a mi mundo, mi realidad—, nos tenemos que ir, dice mamá que aún faltan regalos por comprar.
—Voy, hijo, voy…
—¿Estás llorando?
—No, hombre no; la brisa y el agua salada…