diciembre 03, 2008

La llama de una vela

Sentía un inmenso rechazo hacia los filósofos; no soportaba sus dudas y mucho menos sus ansias de saber. Estaba convencido de que no eran más que bobos enloquecidos, víctimas de una enajenación terrible y contagiosa que se propagaba por culpa de los incautos. Asquerosos bichos, polillas que surgían de la oscuridad para alimentarse de cualquier foco de luz que emitiese calor.

Había descubierto la manera de evitarlos; pero ya nadie deseaba escapar de una epidemia que iba devorando los sentidos. Por eso lo habían encerrado, privándolo de la libertad necesaria con la que poder demostrar la razón que le negaban.

Le decían que sólo intentaban ayudarlo; pero no era tan estúpido, había oído con toda nitidez la sentencia del juez.

“Le condeno a 5 años y un día de cárcel...”

Después, la apelación cambió la cárcel por el hospital psiquiátrico. Aún así, continuaba siendo una prisión, lo habían condenado; nada de internarlo para prestarle ayuda, como aquellos animales de bata blanca se empeñaban en explicar. No se trataba de una cura, claro que no. Vivía encerrado entre cuatro paredes pintadas de cal, un cuchitril de ocho metros cuadrados, enmohecido y amarillento, que apestaba a sudor y roña. Allí dormía, comía y vegetaba aislado del mundo. Salvo las habituales visitas a un retrete hediondo, sepultado por la mierda y los meos de todo un manicomio, no le permitían salir a ninguna otra parte. Tampoco recibía visitas, excepto la del bruto de turno, que venía todas las mañanas a inyectarle la correspondiente dosis de locura que repartían entre los infelices del hospital. Aquel era el único contacto diario con las personas, el pinchazo de un inyectable que le inoculaba un líquido que le abrasaba las nalgas.

Una vez al mes, también, tenía revisión médica. Un viejo carcamal, que se hacía llamar doctor, venía a su pocilga y se esforzaba por mantener lo que supuestamente debería de ser una charla amistosa. Las primeras veces que lo vio le provocó arcadas, le causaba tal repulsa que no podía evitar una intensa sensación de mareo. Nunca supo explicarse aquellas náuseas, puesto que la apariencia física del médico no incitaba por sí misma semejante animadversión. Sin duda, los motivos habría que buscarlos en otro sitio; tal vez en la irritante amabilidad e infinita comprensión que mostraba cuando le hablaba. No soportaba aquella familiaridad, sobre todo expresada desde una situación de prepotencia, lo violentaba tanta hipocresía. En los momentos de más tensión llegó a insultarlo directamente a la cara, pero jamás logró que aquel viejo psiquiatra reaccionara. Su rostro de piedra se mantenía impasible, dedicándole el mismo gesto de amistad, fría y enlatada, una y otra vez. Tampoco era capaz de entrever en la voz señal alguna que delatara las emociones del galeno.

A pesar de todo, poco a poco, se fue dando cuenta de que aquel cuerpo sin alma era la única puerta que tenía para alcanzar la libertad. Con el paso de los días su actitud evolucionó hacia una conducta más pacífica y amistosa. El rechazo inicial a la visita del médico se fue transformando en un encuentro cada vez más agradable, hasta el punto de esperarlo con impaciencia los días de luna nueva. Jornadas que habían acordado mutuamente para continuar con sus charlas de cada mes.

Agradecía la confianza que el médico depositó en él; se esforzaba por mantenerla intentando portarse lo mejor posible. Su bienestar en aquel lugar había ido mejorando gracias a la comprensión y generosidad con que lo estaba tratando. Un atisbo de esperanza surgió dentro de sí cuando descubrió que la ayuda ofrecida por el anciano era sincera.

En aquellas charlas mensuales habían hablado de casi todo, pero más que nada; del motivo por el que estaba ingresado en el hospital, de su necesidad de provocar grandes incendios en las noches oscuras y sin luna, de la condena que le habían impuesto por pirómano. Fue en una de ellas donde dijo que no soportaba que encerraran el fuego en una botella de cristal. El fuego, aparte de alumbrar en la noche, también asustaba y alejaba a las bestias y alimañas. Razón por la que creía que no se debía de iluminar la oscuridad sin una hoguera con la que protegerse. Aquel mismo día le retiraron la bombilla de la habitación y la noche lo escondió en la más absoluta negrura.

En ese momento fue cuando comprendió que el médico lo escuchaba, cuando notó dentro de sí el primer chispazo de luz que iluminaba el túnel de su condena. A los primeros indicios de comunicación y comprensión entre ellos, siguieron otros cada vez más evidentes y esperanzadores.

De la primera habitación, cerrada y sin un mísero ventanuco, no mucho más larga que el ancho de un pasillo, lo cambiaron a la actual. Ésta, a pesar de que continuaba siendo una pocilga, se podía considerar una suite si se comparaba con la anterior. La razón principal del cambio, según le dijeron, fue la falta de luz. Sin bombilla, su primer cuarto parecía el corredor del infierno; no era extraño que se asustaran todos los que necesitaban ir allí.

Eso le permitió disponer de una ventana, con cristales trasparentes en sus dos hojas; que las podía abrir de par en par. Un verdadero tesoro. Y lo más importante, era una ventana sin trampas, sin verjas, ni la sombra de un sólo barrote cuestionaba su confianza. En lo más profundo de aquel viejo carcamal, por muy impenetrable que fuera su rostro, había indicios de afecto, de sentimientos; de un corazón que reconocía la sabiduría de sus actos incendiarios.

Su bienestar había ido mejorando gracias al ventanal y al psiquiatra que lo atendía. El día y la noche se asomaban a su cuarto, consigo traían las vistas, los aromas y bullicios del exterior. Un río cercano le dejaba rumores a su paso. Los animales sin cadenas le transmitían su libertad. El sol y la lluvia, por sí solos, ya suponían la mayor de las fortunas. Fuese privilegio, o necesidad, eso le daba lo mismo; el contacto con la vida, aunque sólo fuera a través de un agujero, le resultaba imprescindible. Pero, de todos, el tesoro más apreciado, era la vela que el médico había accedido a traerle el día de la visita. Desde entonces, todas las noches de luna nueva abría la ventana y dejaba una vela encendida para cazar a los filósofos que se disfrazaban de polillas.

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