diciembre 11, 2008

Aniceto



Aniceto era un hombre sin estrella. Un sirviente sin amo. Iba de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda y de señor en señor; intercambiando agotadoras jornadas de trabajo por un no siempre equitativo sustento diario.

En una ocasión, después de una faena de sol a sol, sin haber visto en todo ese tiempo nada que oliese a vianda, expresó su lastimoso clamor. Se quejó, en voz alta, de la conversación silenciosa que había mantenido con su estómago.

Al oír semejante atrevimiento, el señor de la hacienda, que le había permitido trabajar, se sintió dolido y avergonzado. Por lo que, ante tan descarada e injuriosa ofensa, dijo, en un tono todavía más alto:

–Nunca, en ésta, mi casa; delante de tan distinguido e ilustre hidalgo, hubo caballero ni lacayo acosado por el hambre. ¿Cómo le ha ocurrido a usted, si sólo es un sirviente? Sobre todo, después de haber completado una buena jornada. ¿Por qué un día tan desgraciado? Eso no puede ser. Imposible. No, nunca. Nunca, nunca.

–Si no se trata de hambre, hambre... –intentó desdecirse Aniceto, bastante atemorizado‑, con un trozo de pan y un vaso de agua...

–¡Caridad! –Gritó a su esposa, el hacendado; herido por la deshonra. Mientras, entraba al galope en la casa.

–¿Qué ocurre Generoso? ¿A qué vienen esos gritos, esposo mío? –Preguntó la mujer al salir a su encuentro.

–Avisa a las criadas, a todas, si hace falta. En esta casa hay un sirviente con hambre. Diles que preparen una gran cena. La mejor. Digna del paladar de un rey.

Al sorprendido Aniceto no le cabía la lengua en la boca, le resbalaba con tanta saliva.

–Las comidas que aquí servimos, muchas majestades las tuviesen en sus palacios. ¿Dónde quieres que ponga la mesa? –Convino la mujer.

El señor, hombre que no gustaba compartir yantar con los criados, le indicó a su esposa que la sirviese en el alpendre. Donde dormían el perro y el gato.




Allí se aposentaron Aniceto y su hambre, sentados delante de una mesa, más repleta de elogios que de viandas. Mal andaban las majestades que en sus cenas disponían de un solo plato. Aunque para un hambriento; un chorizo, dos arenques, una libra de tocino rancio, una hogaza de pan moreno y una jarra de agua, supusiese mucho más que una comida de reyes: Era un manjar divino.

–¡Cuánta generosidad señor! ¡Qué feliz siervo si, para siempre, tuviese yo un amo semejante! –Con los ojos atados al plato, se relamía en halagos el deslumbrado sirviente.

–¡Un momento! –Espetó el abnegado hidalgo. –Antes de que comiences a comer, para que veas hasta dónde alcanza la hospitalidad de la familia de Generoso Buenaventura, te voy a proponer un trato.

–¿Sí? Usted dirá mi señor. –Contestó Aniceto mostrando curiosidad e impaciencia.

–¿Ves aquel saco? –Mostró, señalando a lo alto de una tarima, el dueño de la hacienda‑ Es una fanega de trigo. Si la deseas es tuya, incluido el préstamo del terreno correspondiente; para obtener de ella una cosecha. Pongo a tu disposición mis tierras, te dejo elegir la fanegada que creas más productiva. Todo eso, a cambio de esta cena que tienes delante.

–¿Cambiar el saco de trigo por la cena?

–Eso es. Necesito saber cuál es el motivo de tus quejas. Si de verdad son de hambre, no dudarás en cenar como haría un rey. De lo contrario, tal vez, prefieras sembrar el trigo en la mejor de mis posesiones y obtener, sin duda, una superior cosecha.

Aniceto empezó a divagar, iba del plato al saco, del saco al plato y de nuevo, vuelta al trigo, a la fanega. Ya se imaginaba la tierra dónde podría cultivarla.

–Piénselo, no tenga prisa. Yo también voy a cenar. Cuando termine vendré a preguntarle cuál ha sido la decisión que ha tomado. Si todavía no empezó a comer, entenderé que desea la fanega de trigo, y sino; buen provecho. En persona le presentaré las más sentidas disculpas. Aceptaré públicamente la deshonrosa falta que habrá caído sobre mi casa.

–Buen provecho. –Contestó el sirviente, aturdido por completo.

Aún no había terminado de cruzar la puerta del edificio principal, aquel sorprendente hidalgo, y ya le daba vueltas a los números el pobre Aniceto.

Se levantó y fue a comprobar el contenido del saco. Estaba lleno de trigo. No lo habían engañado. Y sin apartar la vista de él, se dejó llevar por los cálculos. De recoger una buena cosecha, podría vender la mitad y comprar una pareja de bueyes o de caballos, para, a su vez, cambiarla por un buen terreno en el que sembrar la otra mitad del trigo...

Comprando y vendiendo se había olvidado por completo de la real cena. Ya estaba adquiriendo aquella hacienda, cuando vio salir a Generoso por la puerta.

En ese justo momento, retornó a la mesa y miró de nuevo el plato. Al verlo abrió los ojos más allá del espanto. Estaba tan vacío como la jarra de agua, que descansaba sobre el mantel, acostada. El agua goteaba de la mesa al suelo, donde las migas de pan aparecían sembradas sin ton ni son. No comprendía nada. No. Absolutamente nada. Su mirar, confundido, se perdió en uno de los rincones, donde el perro y el gato se relamían. Curiosamente, bien avenidos, igual que si fuesen los colegas de una juerga.

–Buen hombre –dijo el hacendado con gesto sentido–, le pido mis más sinceras disculpas. Era verdad que tenía usted hambre. No ha dejado ni las sobras. Dígame cuándo y dónde quiere que exprese, públicamente, la desgracia que ha caído sobre esta infeliz familia.

–Yo no..., no fui..., no cené...

–¿Cómo que no cenó? Me quiere hacer creer que una persona, muerta de hambre, pasó sin comer, viendo con mis propios ojos el plato vacío. No le creía capaz de vileza tal.

–Pero..., yo...., no...

–¿Qué pretende? ¿Cenar y tomar posesión del trigo? ¿Las dos cosas? ¿O causar aún más desagravio? No tendrá el valor de inculpar al perro o al gato. ¿Le parece poco dejar morir de hambre a los sirvientes? ¿También me quiere acusar de no dar de comer a mis animales? Por favor, le ruego que abandone la hacienda, que con tan buenas intenciones lo recogió. Si no quiere que lo echen a palos. A quién se le cuente... ¡Qué un hambriento, se haya dejado comer su cena por un perro o por un gato! El animal es usted. Un verdadero miserable. Mira que tratar de engañarme a mí, a Generoso Buenaventura... –Cada vez gritaba más, mostrando, con visibles aspavientos, su enfado– ¿Qué sirviente? No es usted un plebeyo, sino un truhán con la vil intención de darme gato por liebre.

Aniceto se levantó y, cabizbajo, empezó a caminar hacia la salida.

–Lo..., lo sien..to, le...le prometo que a mi estómago... no llegó..., ni tan siquiera..., una miserable escama. ‑Decía, mientras iniciaba la partida.

–¡Fuera bellaco! ¡No se te ocurra volver! –Amenazaba a gritos aquel insigne hidalgo– Si algún día te veo a menos de tres pueblos de mi hacienda, ordeno que te apaleen. ¡Por mi honor, lo juro!



8 comentarios:

Celia Álvarez Fresno dijo...

Hola. Muy bueno el "cuento". Hecho con maestría y distancia (como corresponde la época narrada).
Un buen comienzo de jornada.
Un abrazo.

Flipo en octarino dijo...

Buenos días Xose Antón, grato leerte por mi blog, como grato ha sido leer tu relato... Me gusta el lenguaje que has utilizado caballeresco donde encuentro la parábola con la vida misma: no tengo nada, lo tengo todo, nada tengo... Malévolos perros y gatos que truncaron los sueños!

Saludos,

Teresa Cameselle dijo...

Pobre hombre. Me ha recordado a Carpanta, que siempre tenía la comida al alcance de la mano y siempre se quedaba con las ganas. Qué frustración.
Unha aperta.

XoseAntón dijo...

Gracias, Celia; tú siempre con palabras de ánimo.

Lo mismo digo, Flipo, tu visita es un placer, y tus palabras ya ni te cuento.

Pobre. Tienes razón Teresa, ahora que lo dices; también a mi me recuerda a Carpanta. Quién sabe, quizá, allá en el subconsciente, fue el quien me lo inspiró. Porque la verdad, era un personaje que me gustaba mucho.

Bikiños a la una, a las dos y a las tres. :)

Juan Manuel Rodríguez de Sousa dijo...

Hola

A mí me ha recordado al cuento de la lechera... pero bueno, es lo de siempre.

Felicidades por el relato, me ha atrapado y no he podido de dejar de leer hasta el final.

Te mando un saludo.
Juanma

PD: mi gato es un comilón, así que no me extraña.

XoseAntón dijo...

Gracias ,Juanma (creo que todos te llaman así), tanto por la visita como por la confianza al hacerte amigo del blog.

Es cierto, yo también pensé en el cuento de la lechera. En él y la debilidad que nos crea y como otros se aprovechan de ello.

Un saludo.

Paco dijo...

Pues un cuento increible la verdad.
Pobre Aniceto otro dia aprenderá que no se ha de fiar ni de los gatos...

jeje

Oye la verdad es que estoy con gripe en la cama y necesitaba leer algo que me hiciera reir y lo has conseguido.

Un abrazo compañero de fatigas

XoseAntón dijo...

¡Vaya!, pues a recuperarse, Paco; cuanto antes, o no te das cuenta en que fechas estamos. :) Ánimo, amigo, unos buenos ponches y que pase rápido.

Saludos